Estoy leyendo el libro “Comprender y tratar la vergüenza crónica”, de Patricia Deyoung y está siendo todo un descubrimiento. Me está ayudando a entender y tratar especialmente a determinados pacientes adolescentes y adultos que presentan trauma complejo. Sin embargo, es útil no solo en estos casos sino también para entender a otras personas que, sin haber sufrido un impacto traumático tan severo, han vivido experiencias en las que no se han sentido unidos y seguros con sus figuras de apego.
Los pacientes con un trauma complejo crónico presentan síntomas muy variados. No encajan fácilmente en una categoría diagnóstica y, una vez recuperados, suelen recaer de una manera muy frecuente. La cronicidad en sus problemas de salud mental y en sus relaciones interpersonales son recurrentes. Por ejemplo, manifiestan tristeza profunda crónica, dolores psicosomáticos continuos, reacciones de ira descontrolada, se sienten fácilmente atacados e invalidados y reaccionan de manera hostil, síntomas obsesivos (con la limpieza, el orden, la gente que puede o no entrar en sus casas…), reacciones de bloqueo cuando se les presenta un problema cotidiano, déficit interpersonales (no pueden mantener relaciones cercanas y estrechas porque entran en conflicto al sentirse fácilmente rechazadas y hacen valoraciones y apreciaciones de la realidad distorsionadas o proyectivas), adicciones casi continuas (a las sustancias, o a las compras u otras actividades), imposibilidad de mantener una relación de pareja sana, episodios depresivos, muchos problemas para mantener un trabajo… Podría seguir… La disociación se ha hecho habitual en su repertorio, como dice Schore forma parte ya de su estructura neurobiologica.
Otras veces no observamos experiencias o procesos relacionales aparentemente tan severos, pero la persona no se ha sentido amada, reconocida, validada, segura y conectada con las figuras parentales u otras personas significativas con las que se ha criado.
En este sentido, los modelos psicoanalíticos relacionales recientes, basados en los conocimientos que tenemos sobre el hemisferio derecho del cerebro, nos están aportando una nueva mirada y una nueva forma de llevar adelante los tratamientos. Autores como Schore están situando este tipo de psicoterapias en el siglo XXI y dudan de que una terapia basada solo en las técnicas y en el hemisferio izquierdo (interpretativa, cognitivo-conductual…) sea exitosa. Debemos implicar al hemisferio derecho. De este modo, Schore (2022) afirma:
"La regulación psicobiológica interactiva [...] proporciona el contexto relacional bajo el cual el paciente puede establecer contacto, describir y finalmente regular su experiencia interna de manera segura [...] Lo que ayuda al paciente a efectuar el cambio es experimentar este empoderamiento en el contexto de seguridad proporcionado por el trasfondo de la regulación afectiva interactiva psicobiológicamente armonizada del terapeuta empático"."La neurociencia ha legitimado la subjetividad en psicología y en terapia. Tanto la ciencia como la teoría clínica coinciden en que la psicoterapia es básicamente relacional y emocional, por lo que ahora pensamos que estar emocional e intersubjetivamente con el paciente es más importante que explicarse racionalmente el comportamiento del paciente"."El trauma relacional no se aborda mediante estrategias, técnicas, interpretaciones, etc. dictadas por la agenda de una teoría particular. Más bien, es a través del establecimiento de un tipo específico de relación que no se impone ni se manipula artificialmente, sino que se permite que emerja en la interacción conversacional".
La relación terapéutica de transferencia y contratransferencia, desde una mirada actual (casi diríamos que todo es contratransferencia porque terapeuta y paciente constituyen un cerebro bipersonal, se interinfluencian mutuamente), es la clave del proceso terapéutico. Y, además, porque muchos de los “recuerdos” de los pacientes son implícitos, inconscientes, pertenecientes a una etapa temprana (no se olvida pero no se recuerda) y solo se pueden mostrar y manifestar en lo que escenificamos con los otros. Y, en concreto, en lo que se escenifica en el marco de la relación afectivamente íntima paciente/terapeuta. La terapia relacional es la terapia, no el medio para conseguir aplicar unas técnicas eficaces. Es más: diría que cuando aplicamos técnicas hay implicaciones relacionales, conscientes o inconscientes. Están ahí, pero las obviamos. Podemos estar comunicándonos con nuestro paciente a nivel explícito de una manera, pero en la comunicación no verbal implícita pueden estar pasando otras cosas: “No te lo he dicho hasta ahora, pero me da mucho miedo estar con un hombre a solas en una sala porque cuando tenía diez años un amigo de mi padre abusó de mí. Mi padre no me creyó y mi madre se drogaba y bebía y me dijo que a ella también le ocurrió y que lo olvidara”. Una revelación así no solo requiere de un abordaje técnico para tratar ese contenido traumático sino sobre todo y ante todo, hablar y tratar sobre los sentimientos que se experimentan por ambas partes, y sobre todo acerca de la inseguridad y el miedo que esta persona siente, para poder sostener la relación y renovarla. Como dice Deyoung: "Un momento de enactment mutuo [con este término se refiere Patricia a que terapeuta y paciente escenifican juntos una actuación en la cual las necesidades y conflictos inconscientes de ambos se solapan y se encuentran, refleja una espiral de influencia mutua: el paciente actúa en el terapeuta y este en el primero] puede ser terriblemente doloroso en terapia. A veces, los clientes no pueden soportarlo o verle el sentido, y abandonan la terapia. Pero a menudo soportan quedarse si sus terapeutas pueden soportarlo con ellos, mientras comparten una convicción de que su lucha conjunta importa profundamente de alguna manera".
Creo que en el trabajo con los pacientes debemos situar la relación terapéutica como el eje vertebrador de toda la terapia. Este modelo es mucho más exigente y comprometedor para el profesional, porque le va a poner, en cantidad de ocasiones, en situaciones interpersonales donde las decisiones -qué decir, qué hacer y sobre todo, cómo actuar- van a ser muy delicadas y criticas. Y va a requerir que nosotros, como profesionales-persona con biografía, hayamos sanado de nuestras propias heridas infantiles. Porque los terapeutas pueden conducir sin darse cuenta a su paciente hacia una experiencia retraumatizante. O, por el contrario, hacia una manera de revivir de modo diferente (por lo tanto, reconstruir) lo experimentado en el pasado, con un resultado interpersonal distinto, sanador de los patrones relacionales dañados de nuestro paciente.
¿Por qué algunos pacientes presentan estos rasgos de ser, estos síntomas y estas conductas tan persistentes y continuadas? Es como si se comportaran como la osa que vivió años atada en una jaula y solo tenía un pequeño espacio para caminar en círculo. Ya fuera de la situación traumática, en libertad, la osa continúa durante mucho tiempo girando alrededor del perímetro que tenía en cautividad sin darse cuenta de que… ¡tiene todo el espacio del mundo! Este tipo de pacientes, con frecuencia se recuperan de un evento que les dispara las reacciones traumáticas pero de nuevo otro disparador les mete en similares reacciones… Es decir, hacen lo mismo que la osa: idénticas reacciones emocionales y conductuales que en el pasado, la misma repetición de patrones afectivos y vinculares, las mismas decisiones y actuaciones que llevan a similar resultado: hacerse daño y/o hacérselo a los demás. Y en la explicación de porqué se comportan así, pendulan entre culpar al exterior o culparse a ellos mismos y caer en conductas autolíticas y autodestructivas. Como la osa, no salen de ese círculo. Y los profesionales aplicamos las técnicas, llevamos adelante protocolos validados, interpretamos sus patrones y les ayudamos a resignificar lo vivido a la luz de nuevas reflexiones (cuando se abren a ello, porque la excesiva activación o las posturas rígidas defensivas hacen que solo vean una parte de la realidad, una única verdad y absoluta; y eso dificulta que trabajemos la mentalización) que conecten genuinamente con las emociones reguladas por la relación terapéutica. Y por supuesto que mejoran, y se logra ayudarles con resultados positivos en muchos aspectos de sus vidas y de su salud. Pero observo que vuelven una y otra vez a repetir cada cierto tiempo una "performance del yo" (Deyoung, 2024) similar. Los profesionales nos sentimos desbordados e impotentes. Y las personas que rodean a nuestro paciente se desesperan y sufren como ellos las consecuencias de una espiral destructiva.
Creo que en el trabajo con los pacientes debemos situar la relación terapéutica como el eje vertebrador de toda la terapia. Este modelo es mucho más exigente y comprometedor para el profesional, porque le va a poner, en cantidad de ocasiones, en situaciones interpersonales donde las decisiones -qué decir, qué hacer y sobre todo, cómo actuar- van a ser muy delicadas y criticas. Y va a requerir que nosotros, como profesionales-persona con biografía, hayamos sanado de nuestras propias heridas infantiles. Porque los terapeutas pueden conducir sin darse cuenta a su paciente hacia una experiencia retraumatizante. O, por el contrario, hacia una manera de revivir de modo diferente (por lo tanto, reconstruir) lo experimentado en el pasado, con un resultado interpersonal distinto, sanador de los patrones relacionales dañados de nuestro paciente.
¿Por qué algunos pacientes presentan estos rasgos de ser, estos síntomas y estas conductas tan persistentes y continuadas? Es como si se comportaran como la osa que vivió años atada en una jaula y solo tenía un pequeño espacio para caminar en círculo. Ya fuera de la situación traumática, en libertad, la osa continúa durante mucho tiempo girando alrededor del perímetro que tenía en cautividad sin darse cuenta de que… ¡tiene todo el espacio del mundo! Este tipo de pacientes, con frecuencia se recuperan de un evento que les dispara las reacciones traumáticas pero de nuevo otro disparador les mete en similares reacciones… Es decir, hacen lo mismo que la osa: idénticas reacciones emocionales y conductuales que en el pasado, la misma repetición de patrones afectivos y vinculares, las mismas decisiones y actuaciones que llevan a similar resultado: hacerse daño y/o hacérselo a los demás. Y en la explicación de porqué se comportan así, pendulan entre culpar al exterior o culparse a ellos mismos y caer en conductas autolíticas y autodestructivas. Como la osa, no salen de ese círculo. Y los profesionales aplicamos las técnicas, llevamos adelante protocolos validados, interpretamos sus patrones y les ayudamos a resignificar lo vivido a la luz de nuevas reflexiones (cuando se abren a ello, porque la excesiva activación o las posturas rígidas defensivas hacen que solo vean una parte de la realidad, una única verdad y absoluta; y eso dificulta que trabajemos la mentalización) que conecten genuinamente con las emociones reguladas por la relación terapéutica. Y por supuesto que mejoran, y se logra ayudarles con resultados positivos en muchos aspectos de sus vidas y de su salud. Pero observo que vuelven una y otra vez a repetir cada cierto tiempo una "performance del yo" (Deyoung, 2024) similar. Los profesionales nos sentimos desbordados e impotentes. Y las personas que rodean a nuestro paciente se desesperan y sufren como ellos las consecuencias de una espiral destructiva.
La osa que cree estar atrapada en una jaula
Leer el libro de Patricia Deyoung me ha abierto nuevas perspectivas. Esta autora plantea que en este tipo de pacientes (y en otros) lo que sienten realmente a un nivel inconsciente y desplazado al hemisferio derecho es vergüenza. Pero no entendida como esa emoción transitoria en la que tenemos una reacción somática y nos queremos esconder, como lo opuesto al orgullo. Patricia habla de vergüenza crónica. No es porque una persona fracase en ser admirada, reconocida, adorada o pase por una experiencia que suponga un deshonor o un bochorno, o una afrenta. Esta autora conceptualiza la vergüenza desde un punto de vista relacional y asociada siempre a otro. Dice Patricia:
“La vergüenza en todas sus formas es antes que nada relacional. Empieza como la experiencia del yo-en relación cuando el en-relación se ha roto o desconectado. Cuando la desconexión relacional es crónica, un profundo sentimiento de desolación toma el control, junto con la desesperación no remitente y la sensación de falta de mérito. […] La vergüenza ataca no porque una persona fracase en ser adorada, reconocida y admirada. Sino porque una persona no tiene una necesidad primaria satisfecha, concretamente, la necesidad de conexión y unión emocional. Por lo tanto, la vergüenza se puede sanar si una persona vuelve al vínculo donde la empatía y la unión emocional son posibles. Este es el trabajo de la psicoterapia orientada al yo-en-relación”.
Por eso no es necesario que se vivan formas muy extremas de malos tratos, sino que la pérdida de una manera continuada de la conexión con las figuras de apego puede instalar esta vergüenza. Con lo cual cualquier forma de comportamiento que se exhiba ante un niño pequeño que conlleve un déficit repetido y acusado de empatía, donde nos mantenemos distantes y haciéndole sentir al pequeño un vacío y una desconexión (un espacio donde no se puede estar) que vivirá como abrumadoras, puede instalar la vergüenza crónica.
Para que esto ocurra, debe existir un otro (u otros) desregulador, dice Patricia: “La vergüenza crónica es un fenómeno que se desarrolla cuando esta desintegración/desregulación se da de manera continuada y no reparada. Para sobrevivir, un yo se desconecta de la causa del dolor y aprende cómo vivir en aislamiento emocional. De este modo, el dolor de una relación rota se convierte en patrones de relación de desconexión del yo y de otros para toda la vida. Estos patrones son estresantes y debilitadores; sostienen identidades de desmerecimiento, expectativas de fracaso y exigencias de una performance perfecta, pero son más tolerables que la vergüenza aguda en curso. Estas estructuras de la vergüenza crónica están sujetas a una disociación tan poderosa como la vergüenza aguda que estas disocian”.
Los adultos escenifican "performances del yo", dice la autora, que conllevan reacciones de rabia, enganche a sustancias, patrones rígidos de pensamiento, persistencia en generar los mismos círculos viciosos, confirmaciones repetidas de que el otro rechaza y abandona, cambios de humor, sentirse seres despreciables, autolesiones, sentimientos intensos de odio… y actuaciones o patrones afectivos similares que conllevan repeticiones con pensamientos y creencias rígidas. De ese modo, mantienen versiones del yo avergonzadas traumáticamente alejadas de su conciencia. Les resulta más soportable estas performances que arriesgarse a vivir la "sombra del tsunami" (Bromberg, 2011) en forma de vergüenza aniquiladora. Su experiencia interna es terrible, así lo describen los pacientes. Debe ser una vivencia horrible, similar a la que tienen los protagonistas de esta película cuando ven este espantoso tsunami llegar a su ciudad…
“La vergüenza en todas sus formas es antes que nada relacional. Empieza como la experiencia del yo-en relación cuando el en-relación se ha roto o desconectado. Cuando la desconexión relacional es crónica, un profundo sentimiento de desolación toma el control, junto con la desesperación no remitente y la sensación de falta de mérito. […] La vergüenza ataca no porque una persona fracase en ser adorada, reconocida y admirada. Sino porque una persona no tiene una necesidad primaria satisfecha, concretamente, la necesidad de conexión y unión emocional. Por lo tanto, la vergüenza se puede sanar si una persona vuelve al vínculo donde la empatía y la unión emocional son posibles. Este es el trabajo de la psicoterapia orientada al yo-en-relación”.
Por eso no es necesario que se vivan formas muy extremas de malos tratos, sino que la pérdida de una manera continuada de la conexión con las figuras de apego puede instalar esta vergüenza. Con lo cual cualquier forma de comportamiento que se exhiba ante un niño pequeño que conlleve un déficit repetido y acusado de empatía, donde nos mantenemos distantes y haciéndole sentir al pequeño un vacío y una desconexión (un espacio donde no se puede estar) que vivirá como abrumadoras, puede instalar la vergüenza crónica.
Para que esto ocurra, debe existir un otro (u otros) desregulador, dice Patricia: “La vergüenza crónica es un fenómeno que se desarrolla cuando esta desintegración/desregulación se da de manera continuada y no reparada. Para sobrevivir, un yo se desconecta de la causa del dolor y aprende cómo vivir en aislamiento emocional. De este modo, el dolor de una relación rota se convierte en patrones de relación de desconexión del yo y de otros para toda la vida. Estos patrones son estresantes y debilitadores; sostienen identidades de desmerecimiento, expectativas de fracaso y exigencias de una performance perfecta, pero son más tolerables que la vergüenza aguda en curso. Estas estructuras de la vergüenza crónica están sujetas a una disociación tan poderosa como la vergüenza aguda que estas disocian”.
Los adultos escenifican "performances del yo", dice la autora, que conllevan reacciones de rabia, enganche a sustancias, patrones rígidos de pensamiento, persistencia en generar los mismos círculos viciosos, confirmaciones repetidas de que el otro rechaza y abandona, cambios de humor, sentirse seres despreciables, autolesiones, sentimientos intensos de odio… y actuaciones o patrones afectivos similares que conllevan repeticiones con pensamientos y creencias rígidas. De ese modo, mantienen versiones del yo avergonzadas traumáticamente alejadas de su conciencia. Les resulta más soportable estas performances que arriesgarse a vivir la "sombra del tsunami" (Bromberg, 2011) en forma de vergüenza aniquiladora. Su experiencia interna es terrible, así lo describen los pacientes. Debe ser una vivencia horrible, similar a la que tienen los protagonistas de esta película cuando ven este espantoso tsunami llegar a su ciudad…
Los pacientes traumatizados viven las reexperimentaciones
como si de un tsunami aterrador se tratara
Veamos el caso de Miguel [modificado por preservar al máximo la intimidad]:
Con cada chico que conoce se abre a una nueva ilusión. Ha tenido relaciones con tantos que ha perdido la cuenta. Al principio, cada nueva posible pareja se la representa como buena, cercana, tierna, cariñosa… El chico debe de cumplir unos requisitos en su performance a nivel físico (tener una fisonomía concreta, si no, los rechaza) Tras el primer encuentro, donde él nunca parece desear ir más allá, es decir, crear un vínculo de pareja (aunque en muchas ocasiones manifiesta a su terapeuta quererlo) el chico y él se despiden. No han hablado nada concreto sobre si se verán más veces o no. Parece que tan solo se trata de un encuentro sexual que puede repetirse, no hay nada parecido al inicio de una relación, ni mucho menos un vínculo de pareja. Nada se ha hablado. Justamente “elige” aquellos chicos que no quieren más que encuentros sexuales y consideran que de eso se trata. Y estos creen (aunque no lo hablan) que Miguel también quiere solo sexo… Pero una parte de este quiere vincular, necesita encontrar una persona que la colme de amor. Por ello, rápidamente, nada más irse por la puerta el chico, le escribe. Si este no le contesta o no le coge el teléfono y tarda en hacerlo, la rabia y el odio le invaden. Ahora ya no atribuye cualidades positivas al chico, sino que le demoniza: es malo, le rechaza, se ha aprovechado de él, le ignora… Miguel le envía mails furibundos o audios de whatsapp donde carga contra él todo su odio porque considera que le rechaza y le ignora (lo que genera vergüenza disociada), pero es más tolerable sostener un síntoma de ira y odio continuos (donde el causante es el otro) que conectar con la vergüenza que le lleva a la desconexión profunda que sintió de bebé y de niño al ser abandonado por su padre y dejado en unas condiciones extremas para la supervivencia. Esta performance se repite una y otra vez, durante años… Solamente en la relación de transferencia/contratransferencia con el terapeuta se puede reparar esta herida, cuando Miguel siente a veces que el terapeuta le rechaza, pero a pesar de todo este sostiene la relación y mantiene el vínculo. Con él puede encontrar un espacio para poder reestructurar estas experiencias, y también las más tempranas. Para Miguel es mucho más tolerable escenificar esta performance y expulsar impulsivamente la rabia y el odio que ser consciente del sentimiento profundo de rechazo que late en él, que le lleva a la desconexión profunda que sintió en su infancia temprana cuando pasaba días y días solo en una cuna. Son recuerdos que ha disociado y que viven en su hemisferio derecho en forma de sensaciones, emociones, tonos de voz, expresiones faciales… de no estar con otro y sentir esa desintegración. Bromberg (2011) habla también de esto cuando afirma que la disociación traumática es como la "sombra de un tsunami" que amenaza la integridad del self. Y estas personas, al igual que Miguel, tienen, en palabras de Bromberg, un "detector de humo" para intuir la aparición de la sombra del tsunami y la llegada de una ansiedad aniquiladora. Podéis visitar este post.
Por lo tanto, en la génesis de la vergüenza crónica está, como refiere Patricia, la vivencia prolongada de una desconexión con las figuras de apego que conlleva una experiencia intolerable de desintegración. Así, dice Deyoung: “Las relaciones son lo que mantienen al yo en una completitud integrada, y el bienestar personal depende de ese sentido integrado del yo-en-relación. […] Desde el momento del nacimiento, el impulso por la coherencia convierte los patrones de experiencia afectiva y emocional inmediata en patrones de expectativas y respuesta con los cuidadores. […] Pueden aparecer en terapia como las experiencias de ansiedad, depresión, disminución y fragmentación de un cliente, y también como la incapacidad del cliente de conectar de una manera que ayude. […] El terapeuta trata de crear una relación donde una experiencia del yo más coherente sea posible para el cliente”.
Los padres o adultos que cuidan al niño han de ser extremadamente responsables en el modo en el que vinculan con el niño. Qué le transmiten mediante mensajes verbales y no verbales sobre su ser. Hablamos de que cuando nos equivocamos con ellos la reparación es posible, pero no es menos cierto que hay experiencias tempranas relacionales tan severas y duraderas que dejan una huella en la psique tan marcada que no resulta fácil de reparar posteriormente. Es posible que nuevos patrones relacionales, nuevos esquemas mentales, nuevas experiencias vividas con personas sanas… contribuyan a crear un sentido coherente de uno mismo, así como volver a sentirse en conexión con otro. Pero, tengámoslo en cuenta, es costoso y conlleva un gran esfuerzo continuado relacional. Y no tenemos ninguna garantía de lograr dicha reparación. Por lo tanto, la toma de conciencia y el trabajo personal preventivo son totalmente necesarios. En los últimos tiempos se le está concediendo mucha importancia al sistema nervioso autónomo y a la teoría polivagal y sus conexiones con el cuerpo y las acciones que moviliza (lucha, huida, etc.) Y aunque sin duda la tienen, como bien dice Rafael Benito, es importante la integración vertical pero también la horizontal, hemisferios derecho e izquierdo, que también participan en nuestras relaciones con los niños y adultos, a través de los gestos, la prosodia, la mirada… (hemisferio derecho del cerebro, que sería algo así como la música) y de los mensajes verbales (hemisferio izquierdo del cerebro, la letra) y qué grado de coherencia hay en la comunicación entre ambos.
¡Qué enorme importancia tiene lo que vivimos de niños con nuestros padres o cuidadores! Así pues, dice Deyoung: “cuando somos pequeños y clásicamente nos portamos mal, el descontento del padre o de la madre causará momentáneamente una desconexión (esto es un elemento clave en el modelo de esta autora), vergüenza y sentimientos de desmoronamiento. Un progenitor competente reconectará lo más pronto posible, enderezando el sentido del yo del niño. Esta desintegración tolerable se convierte en una oportunidad para el niño de asimilar un sentido del yo a veces malo. Las pequeñas roturas, si se restauran rápidamente, ayudan al niño a integrar sentidos emocionales de bondad y maldad. […] El daño permanente de la vergüenza crónica es el resultado de un patrón de momentos de desintegración no restaurada en los que el niño tuvo que luchar solo para restablecer el equilibrio. En vez de integrarse, la separación de bueno y malo se refuerza. El niño puede intentar actuar como un niño completamente bueno o completamente malo, al tiempo que también intenta borrar la experiencia confusa y totalmente dolorosa de desintegrarse solo, especialmente cuando esto sucede a menudo. Así, la desconexión no restaurada entre el cuidador y el niño es lo que conduce a la vergüenza crónica. Cuando un niño ya no es capaz de sentirse conectado y reconocido por una persona que lo acoja en su ser emocional, su experiencia de un yo coherente se desintegra”.
Por ello, muy temprano en el desarrollo, desde los dos-tres años, es importante que el niño no viva una escisión entre bueno/malo. El adulto que es capaz de transmitir al infante que “no es malo sino alguien digno aunque haya cometido errores” y se mantiene conectado pese a todo, está sentando las bases de una buena salud mental. Y esto es difícil sobre todo al relacionarse con niños con historia de trauma temprano o del desarrollo, que son especialistas en tocar los botones del adulto y hacer que este se desregule, perdiendo el control emocional o bien poniendo una distancia (lo más duro para un niño que ha sido abandonado o ha vivido trauma) que aumenta la rabia y la hostilidad de este (porque la tiene impresa en su hemisferio derecho desde bebé). El adulto, desde la seguridad y la calma atenta que ayuda a estar presente (no confundamos calma con imperturbabilidad adulta o indiferencia, no es lo mismo), va conectando con el estado del niño y le ayuda progresivamente a modularlo.
Muchos de nuestros pacientes sienten, cuando cometen errores, que son las peores personas. Sienten desprecio por todo su ser, y en el fondo anida la vergüenza que condujo a la desconexión, que en el caso de ser continuada, lleva a la desintegración. Hemos de esforzarnos en que los niños se sientan conectados con nosotros, válidos, dignos, respetados y amados, cuando no satisfacen nuestras expectativas o se equivocan o cometen errores, algo muy frecuente porque son seres en desarrollo y lo más normal es esperar que sean falibles. “Abracemos la imperfección”, dice Ana Gómez. “Soy digno y merecedor, aunque a veces me equivoque”, conduce a la culpa sana y no a la vergüenza desreguladora. Este es el mensaje fundamental.
Debemos tener un profundo respeto por los niños y sus derechos. Hemos de medir muy bien las frases que les decimos y cómo se las decimos. Como hemos dicho, cuando nos equivocamos con ellos, se puede reparar, sí, pero no olvidemos que esto no siempre ofrece el resultado esperado con todos porque hay niños y adolescentes que no siempre se abren a ello ni les llega internamente la reparación. Podemos cometer errores, por supuesto, somos humanos, no podemos ser perfectos y serlo sería peor. Sin embargo, no podemos exhibir el descontrol emocional y/o el modelo de la cara congelada (distante) como tácticas de relación y disciplina habituales con el niño. Tengamos presente que lo que les decimos -y cómo se lo decimos- a los niños es muy importante y tiene una gran influencia en su desarrollo, un gran impacto. Si conlleva la presencia de un otro-en-relación desregulador, puede instalar la vergüenza crónica en ellos. Como padres, cuidadores y profesionales de la infancia, debemos de hacer trabajo personal y revisar nuestras heridas y sanarlas. Schore lanza en este sentido un mensaje que nos tiene que hacer pensar mucho: una persona (padre, madre o profesional) solo puede aspirar a sanar a un niño o adulto, paciente o no, sólo hasta el nivel de sanación que aquella haya logrado en sus competencias vinculares y empáticas.
Sobre la psicoterapia, si el trauma es fundamentalmente relacional, aquella será relacional. Así pues, las técnicas y los protocolos, válidos, tendrán su espacio y sentido si hacemos que toda la terapia se vertebre en torno a lo relacional. Por otro lado, abordar la vergüenza, tan desintegradora de la persona, es muy delicado. No puede aludirse a ella directamente, no es siempre recomendable hacer esto. Patricia propone un programa de trabajo que requiere ir por partes, de un modo más indirecto a otro más directo, sobre todo cuando la vergüenza está disociada. Esto será motivo para que escriba otro post.
REFERENCIAS
Bromberg, P. (2011). La sombra del tsunami y el desarrollo de la mente relacional.Madrid: Ágora relacional.
Schore, A. (2022). Psicoterapia con el hemisferio derecho. Barcelona: Eleftheria.
1 comentario:
¡Excelente publicación! Espero que continúes compartiendo más información sobre este tema. ¡Felicidades!
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