*Arturo Ezquerro es médico-psiquiatra, psicoterapeuta-psicoanalítico y grupo-analista. Nacido en Logroño, La Rioja española (cuna del castellano y del euskera), se formó en psiquiatría infanto-juvenil con John Bowlby como su supervisor y su mentor de 1984 a 1990, en la Clínica Tavistock, Londres, ciudad en la que lleva cuatro décadas de ejercicio profesional. Es profesor en el Institute of Group Analysis y el primer español en conseguir una Jefatura de Servicios Públicos de Psicoterapia en Reino Unido. Colabora regularmente con prensa, radio y televisión y reúne más de 100 publicaciones en seis idiomas, incluyendo "Apego y desarrollo a lo largo de la vida" (Editorial Sentir) y Relatos de apego (Psimática).
Introducción
Me gustaría emplear un enfoque de dinámica y apego grupal para abordar aspectos clave del sufrimiento inenarrable del que la mayoría de nosotros estamos siendo testigos, desde una distancia lo suficientemente segura, día tras día, a partir del abominable ataque terrorista perpetrado por Hamas, el 7 octubre 2023, que fue seguido por la brutal y despiada represalia del ejército de Israel, todavía sin solución de continuidad.
Pienso que es importante reflexionar acerca de este momento crucial en el que el mundo parece precipitarse rápidamente hacia la patología sociopolítica, el calentamiento global y la violencia cruel que surge, de múltiples maneras, como consecuencia de traumas personales, familiares y grupales no resueltos.
El sufrimiento es una parte inherente del ser humano. Nuestros antepasados del Pleistoceno tuvieron que soportar condiciones ambientales muy hostiles, dentro de las cuales el grupo se convirtió en el espacio humanizador básico: un entorno social benigno de adaptación evolutiva (Bowlby, 1969), esencial para convertirnos en seres humanos, sobrevivir y desarrollarnos como individuos y como especie (Ezquerro y Cañete, 2024).
Sin embargo, coincidiendo con la revolución agrícola del Neolítico, nuestra relación con la tierra que nos sustenta cambió dramáticamente. Con anterioridad, como parte del estilo de vida nómada de cazadores-recolectores, los conflictos violentos entre grupos humanos eran relativamente raros, y se producían principalmente en relación con la escasez de recursos naturales y su concomitante amenaza a la supervivencia.
En contraste, con los asentamientos permanentes del Neolítico, que (curiosamente) comenzaron en Oriente Medio, se generaron nuevas formas de conflicto para poseer y defender la tierra. Gradualmente, el apego a la tierra se convirtió en una faceta destacada de nuestra mente individual y grupal. Desde entonces, no hemos logrado deshacernos de una cultura de guerra omnipresente.
En esencia, el apego a la tierra (de modo similar a como ocurre con el apego a Dios) puede interpretarse como una manifestación novedosa del apego grupal (Ezquerro, 2023). La tierra (con posterioridad la patria) adquiere una dimensión especialmente significativa cuando está habitada por un grupo étnico durante mucho tiempo, y puede pasar a ser altamente problemática cuando se le atribuye un valor sagrado (Rozin y Wolf, 2023).
Muchas características de la civilización moderna se remontan a ese período de la historia, cuando los pequeños grupos nómadas de cazadores-recolectores fueron reemplazados por grupos más grandes que comenzaron a asentarse en aldeas y ciudades, así como a apegarse a la tierra y establecer nuevas dinámicas grupales de poder.
La agricultura allanó el camino para las innovaciones tecnológicas de la Edad de Bronce y la Edad de Hierro. Esto incluyó la creación de utensilios que mejoraron las condiciones de vida y, también, de armas cada vez más poderosas y sofisticadas para la guerra. Los grupos humanos infligieron sufrimiento a otros grupos humanos. Hoy en día, esta conducta bélica, lamentablemente, continúa siendo una característica destacada de nuestras vidas.
Por otro lado, la necesidad que llevamos dentro de nosotros de apego interpersonal y grupal (para ser protegidos, cuidados, nutridos y educados) en la niñez, la adolescencia, e incluso en etapas posteriores, no tiene equivalente en el reino animal.
Este rasgo distintivo de la humanidad ha influido en el desarrollo de nuestras extraordinarias capacidades sociales y solidarias, así como en la aparición de nuestros singulares problemas sociales, incluyendo guerras, genocidios y holocaustos (Preston, 2012).
Como ciudadano de a pie y como profesional de la salud mental, deseo unirme a las voces de muchos colegas y conciudadanos, que piensan que es hora de ir más allá de la zona de confort de nuestros consultorios y lugares de trabajo, para hablar claro y alto en el ámbito sociopolítico.
Un sufrimiento innecesario
Es innegable que el mundo se ha convertido en un lugar peligroso para muchos, incluso para todos, a medida que se incrementa el riesgo de autodestrucción global a causa del cambio climático y de una posible conflagración nuclear.
En estos momentos hay 33 guerras en curso en nuestro planeta, que están causando un inmenso sufrimiento a cientos de millones de personas. Al tiempo que esto ocurre, no estamos trabajando con la suficiente eficacia para conseguir la paz. Además, el último informe exhaustivo sobre Seguridad Alimentaria y Nutrición, publicado por la Organización Mundial de la Salud el 6 de julio de 2022, muestra que el mundo está retrocediendo (WHO, 2022).
Este informe indica que el número de personas que pasan hambre en el mundo aumentó en 150 millones durante la pandemia de la COVID, hasta superar los 828 millones de individuos. La pandemia ha sido un ejemplo demasiado trágico que ha expuesto los efectos devastadores del racismo, la marginalidad social, el edadismo y otros sistemas de desigualdad. Está fuera del alcance de este breve artículo abordar todos los males sociales que hacen que la vida humana se esté volviendo insostenible.
Me concentraré en algunos aspectos del intratable conflicto entre Israel y Palestina, que ha estado constantemente presente desde 1948 y exacerbado hasta un nivel indescriptible de sufrimiento, desde el mencionado ataque terrorista perpetrado por Hamás el 7 octubre 2023.
Ese mismo día expresé vívidamente la conmoción y el dolor que experimenté cuando los militantes de Hamás tomaron consigo unos 250 rehenes y mataron a casi 1.200 civiles en Israel. El ataque se considera el día más sangriento en la historia de Israel, y el más mortífero para los judíos desde el Holocausto.
Mi corazón se desgarró por todas aquellas familias afectadas por los repulsivos actos de terror. Dicho esto, no puedo hacer la vista gorda ante la respuesta militar de Israel, exponencialmente más genocida, saltándose a la torera el derecho internacional humanitario, que ha resultado en la masacre diaria de civiles palestinos (la mayoría de ellos niños y mujeres) hasta llegar, a día de hoy, al asesinato de unas 40.000 personas e incontables heridos.
Asimismo, los bombardeos de Israel han reducido a escombros bloques enteros de viviendas, edificios religiosos, escuelas y hospitales, prácticamente en la totalidad de Gaza, enterrando también a otros muchos miles de personas, cuyas muertes no han sido registradas (Burke y Tantesh, 2024). Esto no puede aceptarse como el daño colateral inevitable asociado al legítimo derecho de Israel a la autodefensa; es un crimen contra la humanidad.
De hecho, en enero 2024, Sudáfrica, con el apoyo de muchos otros países, decidió llevar a Israel ante la Corte Internacional de Justicia (la mayor autoridad legal de Naciones Unidas) por crímenes de guerra y genocidio. No hay ninguna circunstancia bajo la cual el terrorismo de un grupo pueda justificar un terrorismo de Estado con limpieza étnica y genocidio (Shaw, 2024).
Aunque esta denuncia contiene un pequeño rayo de esperanza para el pueblo palestino, debemos preguntarnos: ¿Cuántas personas más van a morir en el interminable ataque a Gaza, antes de que concluya este proceso judicial?
Cuando pienso en el Holocausto, todavía siento una intensa pena e indignación por el intento deliberado de los nazis de aniquilar a los judíos europeos. Este horrible trauma dejó profundas heridas personales, familiares y grupales, que se han transmitido de generación en generación y que ahora pueden resurgir como ansiedades primitivas sobre la existencia misma del Estado de Israel, creado en 1948.
El Holocausto es, en múltiples aspectos, el crimen más horrendo cometido contra la humanidad en el siglo XX. El historiador judío, nacido en Israel, Ilan Pappé (2007) sugiere que la sombra de este monstruoso trauma ha incidido en la incapacidad de los israelíes para reconocer la Nakba, en árabe, el trauma crónico y continuo que Israel ha infligido al pueblo palestino desde 1948, y que aún continúa:
"La matanza sistemática de palestinos, así como su desposesión y desplazamiento violento, junto con la destrucción de sus hogares, sociedad, cultura, identidad, derechos humanos y aspiraciones nacionales" (Pappé, 2007).
Este reconocimiento del sufrimiento palestino significaría tener que afrontar la injusticia histórica en la que Israel se ve incriminada por la limpieza étnica de Palestina. También cuestionaría algunos de los mitos fundacionales del Estado de Israel, que supuestamente logró “asentarse en una tierra vacía y hacer florecer el desierto” (Chomsky y Pappé, 2010).
De hecho, la Nakba y las condiciones infrahumanas en las que viven los refugiados palestinos (Volkan, 2017) han sido sistemáticamente excluidas o incluso negadas por Israel. El análisis de la dinámica de grupo que hizo Ilan Pappé, desde dentro del propio Israel, indica que, para muchos judíos israelíes, aceptar esto significaría socavar su propio estatus de victimismo. Esto podría desencadenar repercusiones morales y existenciales para la psique grupal israelí:
Los judíos israelíes tendrían que reconocer que se han convertido en el reflejo de su peor pesadilla (Pappé, 2007: 246).
Reflexiones sobre un conflicto interminable
Mientras escribo este artículo, continúan llegando imágenes apocalípticas de Gaza, un día sí y otro también.
Estoy profundamente preocupado por el conflicto interminable entre Israel y Palestina, en el que los traumas colectivos no resueltos (transmitidos de generación en generación durante más de ocho décadas) parecen seguir operando como un combustible que inflama la violencia y las represalias crueles, que están dando lugar a niveles de destrucción dantescos.
Las recientes violaciones del derecho internacional y los crímenes de lesa humanidad perpetrados por Hamás y, de manera continuada, por el Gobierno de Israel pueden representar un círculo vicioso de odio, terror y venganza perversa.
Me pregunto si el trauma no resuelto del Holocausto perpetrado por los nazis también podría estar contribuyendo a otra forma de inmolación, de limpieza étnica y genocidio, causado al pueblo palestino como chivo expiatorio, desde 1948.
La creciente deshumanización del conflicto entre Israel y el pueblo palestino podría considerarse como un ejemplo demasiado trágico de lo que sucede cuando se reactiva o desencadena una experiencia traumática que ha sido encapsulada. En un trabajo relevante (La encapsulación como defensa contra el miedo a la aniquilación), el psicoanalista y grupo-analista judío estadounidense Earl Hopper (1991) se refirió a algunos de estos procesos.
Además, según Koh (2021a, 2021b), los traumas no resueltos pueden limitar nuestra capacidad mental, tanto individual como colectiva, para construir procesos de paz eficaces. Los grupos traumatizados tienden a elegir un tipo particular de líder que promete salvarlos de su situación y, al no hacerlo, encuentra chivos expiatorios entre ellos o crea enemigos externos. Lamentablemente, esto contribuye a perpetuar el conflicto.
Antes de concluir, me gustaría enfatizar que Israel tiene derecho a seguir existiendo como Estado independiente en paz, y sus ciudadanos tienen derecho a sentirse seguros y disfrutar de la vida y de sus relaciones de apego, sin amenazas terroristas. También quisiera destacar que Palestina tiene derecho a existir como Estado independiente en paz, y sus ciudadanos tienen derecho a estar seguros y disfrutar de la vida y de sus relaciones de apego, sin más ocupación, colonización y opresión por parte de Israel.
Soy consciente de la intensidad de las emociones que se expresan cuando se presenta el conflicto entre Israel y Palestina. Sin embargo, en una situación crítica como ésta, con la matanza interminable y el sufrimiento abrumador del pueblo palestino, el silencio es complicidad y puede convertirse en un verdadero crimen en sí mismo, como lo expresó la psicoanalista judía de origen polaco, y superviviente del Holocausto, Hannah Segal (1987, 2002). Según ella, dicho silencio es una manera de ocultar la verdad y destruir nuestra capacidad de compasión y de reparación.
La libertad de pensamiento y de expresión en relación con el conflicto palestino-israelí se ha visto restringida en gran medida en Reino Unido y en otros países occidentales, incluidas algunas organizaciones de salud mental. Ha sido realmente difícil hablar y actuar libre y pacíficamente sin temor a recriminaciones, acoso o censura.
En muchos grupos profesionales, así como en foros intelectuales y sociales, rápidamente se estableció una cultura de cancelación. El simple hecho de intentar organizar un manifiesto democrático y voluntario por la paz, se topó a veces con estrategias de boicot o con una abierta hostilidad (con frecuencia ambas cosas).
En algunos casos, gestos como la simple petición de un alto el fuego humanitario o el apoyo a la creación de un Estado palestino han sido distorsionados como apoyo al terrorismo, quizá dando a entender que hay un terror malo y un terror bueno (el terror de Estado).
El 6 diciembre 1982 (Día de la Constitución), con motivo de las celebraciones de la Semana del Desarme, impulsada por Naciones Unidas con la finalidad de disminuir las tensiones de la Guerra Fría, el alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván inauguró un gran mural reivindicativo por la paz, que le había encargado al artista Ramón Polo. Tuve el privilegio de estar allí, en la Plaza del Carmen (a espaldas de la Gran Vía madrileña), como parte de un grupo esperanzado, aplaudiendo la iniciativa simbolizada por un enorme arcoíris acompañado por una frase lapidaria:
La paz no se consigue sin esfuerzo:
si quieres la paz, trabaja por la paz
(Tierno Galván, 1982).
Conclusión
Desde la perspectiva de la teoría del apego y de la salud mental de la sociedad, parece claro que la humanidad necesita un cambio radical, una re(e)volución del apego grupal, dentro del contexto actual de conflictos militares deshumanizantes y de crueldad hacia el otro, así como de la influencia perniciosa de políticas neoliberales que contribuyen al calentamiento global de nuestro planeta y amenazan la vida misma.
Durante el Pleistoceno, el apego grupal fue una base necesaria para la supervivencia. Mutatis mutandis, los vínculos interpersonales y grupales saludables tienen que ser, una vez más, clave para sobrevivir y superar los traumas y desafíos sin precedentes a los que nos enfrentamos en el siglo XXI.
Defender a Israel no debería ser incompatible con defender al pueblo palestino; a fin de cuentas, se trata de defender a la humanidad. Por ello, ahora más que nunca, hemos de perseverar como grupo, como comunidad internacional, en nuestra petición de un alto el fuego humanitario y de negociaciones hacia una paz que tenga como objetivo brindar justicia, seguridad y protección a las comunidades israelí y palestina, sobre la base del derecho internacional.
El trauma colectivo no resuelto contribuye a generar violencia y círculos viciosos de venganza perversa (interpersonal y grupal) y, asimismo, puede ser un obstáculo para la paz.
Referencias bibliográficas
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Burke J and Tantesh MA (2024) Anguish in Gaza over the missing thousands. The Guardian (8 April), pp. 1 and 14.
Chomsky N and Pappé I (2010) Gaza in Crisis. Reflections on Israel’s War against the Palestinians. London: Hamish Hamilton.
Ezquerro A (2023) Apego y Desarrollo a lo largo de la vida: El poder del apego grupal. Madrid: Editorial Sentir.
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Hopper E (1991) Encapsulation as a defence against the fear of annihilation. International Journal of Psychoanalysis72(4): 607-624.
Koh E (2021a) The Impact of Trauma on Peace Processes. New England Journal of Public Policy 33(10): Available at: https://scholarworks.umb.edu/nejpp/vol33/iss1/4
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Segal H (1987) Silence is the real crime. The International Review of Psycho-Analysis 14: 3-12.
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