Os
animo a seguir el perfil de Instagram de Janire Goizalde,
autora
del libro: “Una nueva vida florece. Historia resiliente de mi adopción”
Buenos tratos, en su andadura, ha publicado varios relatos que, mediante otro lenguaje, el literario, también nos enseñan sobre los temas que aquí tratamos. Es otra mirada que muchas veces llega al interior de una manera más directa, profunda y clara. Puede llegar a emocionarnos. Si lo consigue, se producirán muchas conexiones en el interior de cada uno, logrando así que reflexionemos sobre nuestra importantísima función en la vida de los niños, niñas, jóvenes y adultos que han sufrido traumas tempranos y cuya existencia es harto complicada porque nuestra sociedad no está concebida para mentalizar al otro.
El trauma es la epidemia oculta, las personas que caminan por la calle y a las que aparentemente no les ocurre nada, encierran en su interior dolor emocional de proporciones muchas veces indescriptibles. No hay palabras para reflejarlo, quizá las más acertadas han sido las de Bromberg (2012) cuando alude a la sombra de un tsunami, así se siente el recuerdo traumático, que puede ser devastador.
Por encima de técnicas y tratamientos para las personas que han sufrido traumas tempranos -y que están en riesgo de padecer múltiples trastornos mentales y de personalidad, y pueden ser víctimas de exclusión social- está la relación humana, amorosa y contenedora, comprensiva y segura. Sabia y fuerte en el sentido bowlbyano. "El ser humano debe de convertirse en verdaderamente humano" (Perry & Szalavitz, 2017). Si los traumas los originan las personas, son estas las que pueden repararlo. Las heridas de los traumas difícilmente se pueden curar si no es con el concurso de todos los adultos que conforman la red del niño o niña. Diría aún más: es el contexto tomado en un sentido amplio (el entorno socio-comunitario en el que cada persona convive) quien debería de preguntarse: "¿Qué le ocurrirá por dentro para mostrar ese comportamiento?" "¿Cómo podríamos ayudarle?" Pero la gran mayoría de las veces somos implacables y juzgamos, etiquetamos y queremos segregar socialmente a esas personas.
El relato que un jueves de este pasado invierno escribí apela precisamente a la responsabilidad que cada uno de nosotros/as tenemos para poner de nuestra parte y saber que, más allá de las acciones de las personas, existen explicaciones y poderosos motivos que las fundan, y que podrían sanar con miradas bondadosas y compasivas, y no con desdén y falta de humanidad.
Espero que os aporte en vuestro caminar acompañando, criando, tratando a personas que sufrieron el infortunio y la injusticia de ser dañados por adultos en su infancia temprana, cuando más vulnerable se es y cuando se están construyendo las relaciones básicas de seguridad y confianza.
DESANGELADO
Un relato de José Luis Gonzalo Marrodán
Jueves, 18,30h. Él está en la barra sirviendo cafés, probablemente para llegar a fin de mes y malvivir. Mucha cola, frío en la calle, la gente busca la bebida caliente con la que reconfortar el espíritu. Sin darme cuenta, salgo de mi estado hipnótico y compruebo que ya llega mi turno. Él sigue allí, siempre con cara sonriente. Pero sus ojos profundos y negros son la puerta de entrada a un dolor que solamente las almas sensibles pueden experimentar. Delante de mí hay una señora, pelo castaño corto, gafas oscuras y grandes y rostro duro y rígido. Esa cara la he visto yo antes en aquellas “adorables” monjitas que me enseñaban a leer y me ponían el culo rojo a azotes cuando me meaba en clase, porque no me aguantaba y tampoco me dejaban ir al baño. “Solo a su hora”, decían.
-Dos cafés con leche y dos tostadas con mermelada- dijo la señora sin saludar y con el rostro siempre hierático, como esas esculturas mesopotámicas, creo. No estoy para recordar las clases de arte de COU. Me siento cansado mentalmente tras una dura jornada de psicoterapias, conteniendo el dolor del otro, porque a veces solamente puedo contener, con la que a nivel de salud mental nos está cayendo… El café al final del día siempre me ayuda a reconectarme.
Él la mira con esa mirada oscura y fulminante, me doy cuenta de que la señora no le ha caído bien, por el modo de pedir, sin saludar, tratándole cual sirviente. Y es que él hoy, además, creo no tiene un buen día. La cara la tiene desencajada, la boca a veces le hace muecas. Conozco bien ese gesto porque lo he tenido delante del mío muchas veces, cuando él más sufría, además.
Coge dos tazas de café, no parece estar en su ser, como si escapara cuando no hay escape posible. Diría que el desdén que trasmite la cara de la señora le ha tocado algún botón que ha activado uno de sus registros, es uno que yo me conozco bien. Cuando él ya cruza el Mississipi… ¡uf! Sálvese quien pueda. Es mejor no azuzar al lobo para demostrar lo malo que es.
Y lo que él hace a continuación es poner en los platillos de las tazas de café, junto con las cucharillas, un poco de azúcar en uno y unas gotas de café en el otro.
-Aquí tiene sus cafés con leche y las dos tostadas -dice mientras hace su mueca característica con la boca, parece despertar del trance hipnótico-. Y se marcha al otro lado de la barra a cobrar a otro cliente. Creo que ya sabe que tiene que explicar lo inexplicable…
La señora me mira y me dice:
-¡Pero has visto lo que ha puesto aquí! ¡Este chico no está bien! ¡Está drogado!
Yo no sé qué decir, me quedo bloqueado, pero sé que él puede hacer estas cosas y además sé por qué…
Regresa y la señora le dice con la mirada seca y antojándoseme como de desprecio, como si fuera una marquesa dieciochesca que puede humillar a la servidumbre:
-¡Qué has hecho aquí! ¡Tú no estás bien! ¡Tú no estás bien!
Pasa del estupor a la rabia, pero nada dice. Se aparta de la señora y parece que va a replicar cuando de repente se para, coge aire profundamente y lo expulsa. Así tres veces… A todo esto, una compañera suya ha llegado y se encarga de darle mil explicaciones a la señora, mientras él la oye y sin dejar de respirar, me dice:
-¡Ay, José Luis, a ver si la vamos a tener, que ya me conoces, que ya me conoces…!
Todo acaba sin más. Él se centra en atenderme a mí y en servirme el café, y lo hace ya plenamente en su ser, sin ningún fallo.
Nunca hablábamos mucho en nuestras sesiones, nuestras terapias eran no verbales porque él rehuía hablar, tenía miedo de la palabra. Nos comunicábamos con el lenguaje no-verbal y llegamos tener una comprensión el uno del otro mediante hemisferios cerebrales derechos fuera de lo normal. Quizá mi presencia le pudo contener y hacerle reaccionar con la respiración. No lo sé. No le pregunto nunca porque él odia las preguntas y porque yo le respeto. Desde que sé que trabaja ahí nos hemos encontrado varias veces y siempre nos hablamos con la cara y las acciones. Sólo un día me dijo, hace poco: “mi madre está en la terraza, le gustaría saludarte”, lo cual me alegró muchísimo. Pero cuando llego siempre se desvive por atenderme lo mejor posible.
Salgo con amargura en mi cuerpo. Desangelado, igual que esas mañanas frías de enero norteño, con viento y lluvia en mi corazón. Me deja helado sentir que no somos capaces de mentalizar y ver al otro en su interior. Ojalá existieran unas gafas que permitieran leer los estados internos de las personas, porque mirándole a él a los ojos, leerían:
Superviviente de violencia machista en su hogar, alma herida.
Lucha por creer que se puede confiar en el ser humano.
REFERENCIAS
Bromberg, P. (2012). The shadow of the tsunami: And the growth of the relational mind. Routledge.
Perry, B., & Szalavitz, M. (2017). El chico a quien criaron como perro: y otras historias del cuaderno de un psiquiatra infantil. Capitán Swing Libros.
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