Firma invitada
Rafael Benito Moraga
Psiquiatra y traumaterapeuta
Fin de curso 2020-21 en Buenos tratos: gracias a todos y todas una temporada más
La temporada 2020-21 del blog Buenos tratos llega a su fin como es ya costumbre desde hace 14 años. Y una temporada más, sólo puedo decir que ¡muchas gracias a todos y todas por manteneros fieles a este blog y sus propuestas en pro de los buenos tratos a la infancia, paradigma impulsado por Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan!. Este blog es el de la Red apega que ellos dirigen e impulsan. Son nuestros maestros y referentes en nuestra formación y labor diaria con los/as niños y niñas.
El mejor modo de coronar este año (a nadie se nos escapa lo duro que ha sido para todos y todas por la pandemia que aún sufrimos a causa del COVID 19, con duelo por pérdidas, consecuencias psicológicas del aislamiento y la distancia social, la crisis económica y las privaciones que padecen muchas personas) es invitando a un amigo y colega a quien quiero mucho: Rafael Benito Moraga. Él como todos y todas los invitados/as a este espacio, comparte generosamente sus conocimientos y saber especializado en su área de trabajo. Cuando le comenté que quería cerrar el año con una aportación suya, ambos coincidimos en que, desde el comienzo de la pandemia, los grandes olvidados de la misma han sido los adolescentes. Para todos y todas, por las necesidades propias de la etapa por la que atraviesan y que no han podido satisfacerse, pero especialmente para los y las que han sufrido adversidad temprana. Por eso, ambos pensamos que el mejor modo de sensibilizar a la población general sobre las necesidades de los adolescentes (para contribuir al cambio de mirada y a actuaciones basadas en las recientes aportaciones que nos entregan la psiquiatría y la neurociencia) era y es cerrar este curso 2020-21 en el blog con un artículo sobre la adolescencia: cómo son, los cambios neurobiológicos que experimentan y la segunda oportunidad que conlleva este periodo. La oportunidad será aún mayor si somos capaces de acompañarles y tratarles adecuadamente desde el paradigma de los buenos tratos. Esta inestimable aportación de Rafael Benito no sólo es útil en estos tiempos que corren, sino también para entender a los adolescentes y el impacto que las relaciones y los acontecimientos de la vida tienen en los jóvenes, incluyendo dentro de la ecuación sus antecedentes infantiles, sobre todo si hay historia de adversidad temprana.
Muchos de nuestros jóvenes durante este periodo en el que hemos sufrido el COVID 19, especialmente los más vulnerables y vulnerados, han mostrado en un alto porcentaje síntomas y alteraciones emocionales y conductuales, que no son sino reflejo de un sufrimiento interno que hemos de aprender a reconocer, validar y tratar adecuadamente, desde la mentalización, la empatía y la autoridad calmada, como dice Maryorie Dantagnan.
Un artículo con la calidad, el rigor y claridad expositiva que a nuestro querido Rafael Benito le caracteriza. A Rafael no le hace falta presentación, pues es muy conocido. Solo diremos brevemente que es psiquiatra, terapeuta sistémico y traumaterapeuta. Miembro del equipo docente de la Red apega y ponente habitual de congresos, cursos y jornadas con familias y profesionales y colaborador habitual de este blog. ¡Muchas gracias, Rafael Benito!
Es un artículo dividido en dos partes: la que viene a continuación centrada en la adolescencia y neurodesarrollo: sus periodos, la reedición de la relación de apego y el comportamiento social; y una segunda parte, que se publicará en el día 6 de septiembre para inaugurar por todo lo alto la 15ª temporada del blog, dedicada a las consecuencias de la adversidad temprana en los adolescentes.
Feliz verano a todos/as los/as que vivís en el hemisferio norte. Un saludo muy cariñoso y nuestros mejores deseos para vosotros/as desde este blog de la Red apega.
Adolescencia, pandemia y adversidad temprana: claves desde la neurobiología
(1ª parte)
Autor: Rafael Benito Moraga
La adolescencia: una segunda oportunidad para los niños y niñas que sufrieron adversidad temprana
Cómo son los adolescentes
Desde el inicio de la pandemia los jóvenes han estado en boca de todos como protagonistas irresponsables de botellones y quedadas, comportamientos de riesgo que han supuesto un peligro para el resto de los miembros de la sociedad y que se han achacado a su insensibilidad, su mala educación, su falta de sensatez, una crianza consentidora o un comportamiento egoísta.
Todos estos calificativos han llenado titulares de prensa, declaraciones radiofónicas y televisivas, y conversaciones casuales en las que antes se hablaba del tiempo. Pero ya antes de la plaga que nos ha asediado durante el último año y medio, éramos conscientes de los comportamientos impulsivos, imprudentes y arriesgados de los chicos y chicas de entre 14 y 25 años. La adolescencia se ha visto siempre como una época turbulenta e incomprensible, una mera fase de transición que debía pasar cuanto antes para dar paso a la serenidad y madurez del adulto.
Sin intención de plantear una relación exhaustiva, hagamos un repaso de las características más destacadas de esta época de la vida, responsables de la mala reputación de los y las jóvenes:
· Una búsqueda incesante de sensaciones nuevas; a pesar de que suponga afrontar riesgos, o aunque implique violar las normas.
· Un aumento en la intensidad de las emociones, que se vuelven además mucho más variables. Los y las adolescentes pueden pasar de la euforia a la depresión en unos instantes y por motivos nimios. También experimentan a veces estallidos de ira ante pequeños inconvenientes o frustraciones.
· Hipersensibilidad a todo lo que venga de sus iguales, que se vuelven una referencia tanto para lo bueno como para lo malo. Las expectativas de los amigos y amigas ejercen una presión que puede dirigir el comportamiento de los chicos y chicas. Además, crece el interés por el establecimiento de relaciones afectivo-sexuales, con un aumento de la preocupación por lo que opinen de ellos las personas a quienes quieren gustar.
· Dificultades de concentración en los estudios, y problemas para regular la atención y la conducta en casi todos los ámbitos del funcionamiento diario. A los adolescentes les resulta difícil dejar de hacer lo que más les gusta (videojuegos, redes sociales) para afrontar tareas más pesadas o tediosas (estudios, colaborar en casa); se vuelven distraídos y tienden a ser desordenados.
La aparición de estos rasgos tras el inicio de la pubertad inaugura una época de riesgos: la búsqueda de novedades puede hacerles caer en adicciones o en conductas sexuales de riesgo; la inestabilidad emocional les expone a situaciones de “secuestro emocional” en las que su rabia o su deseo les dominan impidiendo que controlen su comportamiento; y su mayor sensibilidad a la actitud de sus iguales aumenta la vulnerabilidad al acoso escolar, y les expone además a esa influencia de las “malas compañías” que tanto temen los padres y las madres. Su preferencia por la gratificación inmediata, el deseo de estar con sus amigos y amigas y la presión que estos ejercen explican comportamientos incívicos e insolidarios como los que hemos visto a lo largo de la pandemia.
Pero estas mismas características conllevan asimismo posibilidades de crecimiento y mejora: la búsqueda de novedades implica también mayor apertura al cambio y a transitar nuevos caminos; la mayor intensidad emocional supone un incremento de la pasión y la motivación; y su hipersensibilidad a las expectativas del grupo aumenta la lealtad, la fidelidad y la solidaridad.
Volviendo a los jóvenes de nuestro tiempo: ¿es cierto que esta generación de chicos y chicas es especialmente egoísta como consecuencia de una educación demasiado condescendiente?; ¿estamos criando una cohorte de jóvenes descerebrados?; ¿es cuestión de mano dura?. Todas estas preguntas han sido ampliamente debatidas en diversos ámbitos, como si las causas de estos comportamientos juveniles dependieran del entorno social, la cultura o la crianza. Sin embargo, cuando buscamos la descripción que hacían de los adolescentes quienes vivieron hace siglos o milenios, nos llevamos una sorpresa. Por ejemplo, Shakespeare (1564-1616) dijo: “… ojalá no hubiese edad entre los 10 y los 23 años, o que los jóvenes pasasen ese tiempo durmiendo porque no hacen sino preñar mozas, ofender a los mayores, robar y pelear”; o Sócrates (470 a.C.-399 a.C.): “Los jóvenes hoy en día son unos tiranos, contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros”; descripciones que no se alejan demasiado de lo que podríamos decir de los y las adolescentes actuales.
Que en épocas tan diferentes se observen comportamientos tan similares parece indicar que las características propias de la adolescencia tienen que ver con factores distintos al estilo de crianza o la sociedad que les tocó vivir. Y las investigaciones realizadas con las modernas técnicas de neuroimagen indican que en su origen están implicados los cambios que experimenta el cerebro adolescente desde el inicio de la pubertad hasta los veintitantos años; cambios que ocurren bajo la influencia del despertar hormonal y la puesta en marcha de un programa genético, sin que el joven pueda hacer nada por evitarlo, e independientemente de cómo haya sido su entorno o de las circunstancias que le haya tocado vivir.
Lo que me propongo mostrar es que los rasgos propios de la adolescencia, las razones por las que vemos en los jóvenes comportamientos peligrosos, egoístas e impulsivos, o increíblemente idealistas y generosos, dependen de que durante esta época de la vida el sistema nervioso atraviesa por un periodo peculiar de su desarrollo. Y esa etapa del neurodesarrollo supone un estado de vulnerabilidad y oportunidades en el que resulta imprescindible reactivar la relación de apego; ese vínculo, fuente de amor y seguridad, que facilitó el progreso del cerebro infantil durante los primeros años de vida.
Para ello haremos un recorrido por los rasgos y las etapas fundamentales del desarrollo del sistema nervioso desde el nacimiento hasta el final de la adolescencia.
El neurodesarrollo: un proceso largo con momentos delicados
Proliferación y poda
La unidad constitutiva básica del tejido nervioso, la neurona, es un tipo especial de célula a la que le han salido “pelos”[1]; unos pelos especiales y muy largos que les permiten establecer conexión con el resto de sus congéneres. El sistema nervioso funciona gracias a un flujo constante de impulsos eléctricos que discurre a través de las redes conformadas por las prolongaciones neuronales. En el cerebro adulto, ya desarrollado, estas redes conectan los diferentes núcleos y áreas cerebrales procesando la información procedente de los sensores internos y externos para dar lugar a las respuestas que mejor se adecúen a las necesidades del organismo.
Hacia la semana 16 tras la concepción, el niño/a ha completado la creación de casi todas las neuronas que necesitará durante los primeros años de vida. El problema es que, aunque tenga ya todas las neuronas necesarias, el frondoso bosque de conexiones entre ellas está todavía por hacer. Al proceso por el que esas primeras neuronas van desarrollando prolongaciones que conformarán la inmensa red de conexiones electroquímicas que constituye el cerebro se le denomina proliferación.
La neurogénesis (creación de nuevas neuronas) y la proliferación de esas prolongaciones son tareas que se realizan siguiendo un programa genético, sin necesidad de estímulos externos y sin que éstos desempeñen papel alguno en su conformación. Cuando se extrae una neurona recién nacida y se la coloca en una placa de cultivo, comienza a emitir prolongaciones de manera espontánea buscando conexión, con una necesidad interna de apegarse a otras neuronas.
En el cerebro se generan neuronas y conexiones a lo largo de toda la vida; pero hay dos periodos en los que la proliferación es más rápida y extensa: los dos primeros años de vida, y los primeros años de la adolescencia. Fuera de estos periodos, la neurogénesis y la proliferación se producirán a un ritmo cada vez más lento. Esta es una de las razones por las que los primeros años de vida y la adolescencia son tan importantes para el desarrollo del sistema nervioso; el otro motivo para considerarlos periodos cruciales tiene que ver con la fase que sucede a la proliferación: la poda del bosque neuronal.
La proliferación neuronal va haciendo que la red sea cada vez más tupida, dando lugar a una situación en la todas las neuronas están conectadas entre sí de una forma promiscua e indiscriminada. En esta situación es difícil que tenga lugar una actividad productiva. Si las neuronas fueran los miembros de un grupo de trabajo, en las fases iniciales del neurodesarrollo oiríamos un guirigay de conversaciones; todas ellas responderían a la vez, hablando todo el tiempo aunque nadie les haya hecho una pregunta, y sin ninguna distribución de las tareas.
Lo que convierte la actividad de las redes neurales en un flujo de energía portador de información y dirigido a un propósito es su remodelación por la influencia de las experiencias ambientales en un proceso denominado poda neuronal, porque conlleva justamente una desaparición de las conexiones que no se usan, y la persistencia de las que se mantienen activas. Como ya se ha dicho, la proliferación de las redes neurales se produce gracias a un programa genético; pero el agente productor de la poda neuronal es el ambiente. Las modernas técnicas de estudio del cerebro han ido acumulando pruebas de que las experiencias remodelan las redes neuronales, preservando ciertas conexiones y dejando que otras se marchiten. Por ejemplo, en niños/as que han seguido entrenamiento musical con un teclado durante 15 meses hay cambios estructurales en las redes de la corteza motora (control del movimiento de las manos), el cuerpo calloso (coordinación bimanual) y la región auditiva primaria (sensible a la melodía que se interpreta) (Hyde et al., 2009); además, cuanto más practicaban mayor era el desarrollo (Schlaug et al., 2009).
Pero entre todos los estímulos del entorno, los asociados a las relaciones interpersonales son los más potentes, los que con mayor intensidad y amplitud podan el bosque neuronal. Nacemos con una predilección especial por las imágenes con forma de cara(De Haan, Pascalis, & Johnson, 2002); comenzamos a imitar las expresiones faciales antes siquiera de poder sostenernos sentados, y la visión amenazadora que con más intensidad activa la amígdala es ver una expresión asustada en el rostro de nuestros semejantes(Méndez-Bértolo et al., 2016). La relación con las figuras de apego comienza a moldear desde muy temprano las redes neurales. Por ejemplo, el contacto físico frecuente entre la madre y el hijo promueve un aumento de la conectividad de áreas cerebrales relacionadas con la mentalización y la reflexión como el córtex prefrontal (Brauer, Xiao, Poulain, Friederici, & Schirmer, 2016). Las relaciones interpersonales tienen también un gran efecto reparador. En niños que han sufrido maltrato y han pasado a recibir cuidados por familias de acogida, las alteraciones cerebrales se corrigen a los 4 años del inicio del acogimiento (Quevedo, Johnson, Loman, Lafavor, & Gunnar, 2012) (Quevedo, Doty, Roos, & Anker, 2017).
Si la primera gran explosión del crecimiento de la red tiene lugar durante los primeros dos años de vida, la primera poda tendrá lugar entre los 2 y los 10 años. Durante esa etapa de la vida, en las áreas más activas de la corteza cerebral se perderán unas 5000 sinapsis (conexiones neuronales) por segundo (Bourgeois & Rakic, 1993). En los meses previos a la pubertad, debido en gran medida a la eclosión de las hormonas sexuales, va a iniciarse una segunda proliferación de ramificaciones neuronales que irá seguida de una segunda poda que se prolongará hasta el final de este periodo de la vida, en torno a los 25 años. Por tanto, se reabre la posibilidad de que el ambiente y las relaciones interpersonales influyan de una manera profunda en la conformación de ciertos núcleos y circuitos cerebrales; sobre todo los que tienen que ver con la regulación emocional.
Todo esto indica que, durante los primeros años de vida y durante la adolescencia, tras las temporadas de proliferación de conexiones en la red neural, las relaciones interpersonales van a remodelar las ramas del bosque neuronal definiendo progresivamente las características de la red de cada uno de nosotros. De la densidad de las conexiones resultantes, de la fortaleza o la debilidad de cada uno de los circuitos que conectan entre sí las neuronas de las distintas áreas y núcleos cerebrales, dependerá el funcionamiento de cada sistema nervioso en particular; y finalmente de esto dependerán los rasgos distintivos de nuestra personalidad.
Dos periodos cruciales para el neurodesarrollo
Como hemos visto, los tres primeros años de vida y los posteriores a la pubertad son muy importantes en el neurodesarrollo porque en ellos se producen las fases de proliferación y poda más intensas de toda la vida. A continuación analizaremos con más detalle por qué fases pasa el crecimiento del cerebro durante esas etapas, para entender mejor los cambios emocionales y conductuales que se observan en ellas.
Primeros dos años de vida: nacemos con un dispositivo básico para apegarnos
El bebé del homo sapiens nace con los recursos neurobiológicos imprescindibles para iniciar su relación con la figura de apego y para comenzar a percibir y regular los estados internos.
©Rafael Benito |
Para reconocer la cercanía de la figura de apego, el niño/a tiene ya completamente desarrollados el sentido del olfato y el sentido del gusto (Eliot, 2000). Aunque aún no son capaces de discriminar con finura los sonidos, el oído tiene ya una funcionalidad aceptable, y ha estado acostumbrándose a los sonidos de su madre y de las personas cercanas a ella desde la semana 23 del embarazo. Desgraciadamente, la visión no está todavía perfeccionada, al nacimiento es todavía borrosa, en blanco y negro y bidimensional; pero los recién nacidos tienen ya una preferencia innata por las caras o los estímulos con aspecto de cara (De Haan, Pascalis, & Johnson, 2002). Además, aunque no han desarrollado aún la agudeza visual, desde la semana 28 funciona una parte de los circuitos visuales que les permite distinguir qué objetos se mueven a su alrededor (Eliot, 2000), para seguirlos con la mirada, sobre todo si están cerca.
Desde el nacimiento, el niño/a dispone también de la facultad de percibir sus estados viscerales, sus estados internos (Miller & Cummings, 2013). De este modo comienza a percibir sus sensaciones internas (podríamos decir que sus primeros estados emocionales), y reacciona a ellas.
Parte de este procesamiento emocional corresponde a regiones situadas en el interior del cerebro y destinadas a reaccionar a los estímulos agradables y a los que no lo son tanto. Respecto a estos últimos, las amígdalas están ya preparadas y conectadas para comenzar el aprendizaje condicionado, y para desencadenar las primeras reacciones de miedo o rabia, de lucha o huida. En cuanto a las sensaciones agradables, al nacimiento están listos también los sistemas de respuesta al placer (el estriado ventral y el núcleo Accumbens) que se encargarán de anticipar el gusto que produce la cercanía de la figura de apego, y también de producir las sensaciones placenteras asociadas al contacto con ella. Se activarán asimismo cuando desaparezcan sensaciones desagradables como la irritación de un culito sucio, la humedad del pañal mojado, o el frío de una habitación poco caldeada.
Para responder corporalmente a los estados emocionales, está listo también el sistema nervioso autónomo, con sus ramas simpática y parasimpática. La primera desencadenará reacciones de agitación y llanto; la segunda puede producir estados de colapso y desconexión.
Con este dispositivo básico se van a producir las primeras interacciones con los estímulos del entorno y con las figuras de apego, cuya influencia irá podando y moldeando la red neural conforme vayan entrando en escena otras estructuras. Por ejemplo, las neuronas del hipocampo, nuestro Google, el núcleo que nos permite evocar los recuerdos, no comenzarán a proliferar y a funcionar hasta el final del segundo año de vida. Y las del córtex prefrontal, el director de orquesta del cerebro, no iniciarán su proliferación hasta el final del primer año; y no alcanzarán una funcionalidad aceptable, aunque incompleta, hasta el segundo o tercer año de vida extrauterina.
Como si se tratara de una casa, nacemos con los cimientos sobre los que se irá edificando nuestro hogar; y dependiendo de cómo vayan las primeras fases de la construcción, lograremos levantar adecuadamente (o no tanto) una planta sobre otra hasta completar el edificio.
Pubertad y adolescencia. Una segunda oportunidad para reeditar la relación de apego
Durante los años que van desde el nacimiento hasta la pubertad, la poda neuronal continuará conformando y remodelando las redes neurales correspondientes a distintas capacidades como el lenguaje, el procesamiento perceptivo y el control motor; aunque la fase más activa de la proliferación ya habrá pasado, y la proliferación irá disminuyendo en favor de la poda. A los 6 años el cerebro ya tiene el 90% del tamaño que tendrá en la edad adulta, por lo que desde esa edad el objetivo no será el aumento de las conexiones, sino la mejora de su eficiencia.
Si el crecimiento del sistema nervioso acabara ahí, su funcionamiento quedaría establecido; de tal modo que los rasgos de personalidad del adulto, como la capacidad de regulación emocional, estarían fijados desde la infancia; pero sabemos que esto no es así. El neurodesarrollo va a pasar por una última revolución antes de llegar a un funcionamiento adulto; una revolución que tiene lugar durante la adolescencia. Parece claro que seguimos cambiando (y mucho) durante los años que van de los 12 a los 25; de modo que hasta esa edad no podemos dar por finalizada la conformación de nuestros rasgos de carácter.
La reactivación del neurodesarrollo durante la pubertad tiene una peculiaridad que explica las características del comportamiento y la regulación emocional durante esta época de la vida: determinadas áreas del cerebro van a experimentar un crecimiento acelerado tras la pubertad, mientras que otras van a ralentizar su crecimiento hasta la segunda mitad de la adolescencia. Desde el inicio de la pubertad hasta los 17-18 años asistimos inicialmente a un crecimiento acelerado de los núcleos y áreas del sistema límbico, mientras que el “director de orquesta”, el córtex prefrontal, se queda atrás. Esta falta de sincronía hace que durante los años que siguen a la pubertad los centros de las respuestas defensivas (la amígdala) y de las respuestas placenteras (Accumbens y estriado ventral) funcionen sin la actividad reguladora del córtex prefrontal, cuya presencia se hará notar sobre todo durante la segunda mitad de la adolescencia.
A continuación, revisaremos los principales cambios que se dan en el neurodesarrollo durante la adolescencia, y veremos como nos ayudan a explicar muchas de las características emocionales y conductuales de esta etapa de la vida.
Amígdala
La amígdala es un núcleo situado en el interior del cerebro, relacionado con el aprendizaje condicionado, y conocido sobre todo porque desencadena intensas respuestas de lucha o huida ante las amenazas.
Durante la adolescencia el volumen de la amígdala aumenta mucho, lo que se acompaña de un incremento en su actividad (Galván, 2017). Durante la contemplación de caras asustadas, la amígdala de los adolescentes se activa más que la de adultos y niños (Guyer et al., 2008)(Monk et al., 2003)(Hare et al., 2008). Esto explica la hipersensibilidad de los adolescentes ante las amenazas y su alta reactividad emocional, incluso en situaciones que no justifican una alteración tan intensa.
Otro rasgo peculiar del crecimiento de este núcleo durante la adolescencia es que pierde eficiencia cuando se trata de aprender de los errores y las pérdidas (Ernst & Fudge, 2009) (Ernst et al., 2005). Durante la adolescencia, a la amígdala le cuesta más retener aquellos estímulos que precedieron a un perjuicio; por lo que, en sucesivas experiencias, le costará reaccionar a tiempo para evitar el daño. Teniendo en cuenta este rasgo del neurodesarrollo adolescente, resulta fácil entender por qué los jóvenes intentan una y otra vez conductas que no les proporcionaron ninguna gratificación; ocasionándoles incluso algún perjuicio.
Accumbens y estriado ventral
Durante esta época de la vida, los circuitos de la recompensa experimentan también cambios importantes. En general, la actividad y sensibilidad de las áreas del placer aumenta mucho, sobre todo hasta los 18-20 años (Galvan et al., 2006)(Urošević, Collins, Muetzel, Lim, & Luciana, 2012). El estrés y las circunstancias adversas aumentan todavía más esa sensibilidad en esta época de la vida; lo que provoca que, en situaciones de crisis, la apetencia por una gratificación inmediata sea más fuerte y más difícil de regular (Novick et al., 2018).
Esta dificultad de regulación depende también de un córtex prefrontal que, como ya se ha dicho, no está suficientemente activo y desarrollado hasta la segunda mitad de la adolescencia. Esto hace que durante los primeros años de esta etapa se tenga una preferencia a veces incontenible por las recompensas inmediatas (Christakou, Brammer, & Rubia, 2011).
Una vez más, estos cambios neurobiológicos nos ayudan a comprender algunas de las características propias de los/las adolescentes. La mayor actividad de las áreas del placer conlleva una predisposición a la búsqueda constante de gratificación y novedad; si a esto unimos la relativa insuficiencia del córtex prefrontal en la primera mitad de esta etapa, el deseo es de una gratificación inmediata e inaplazable. Por otra parte, salvo que proporcionemos a los/las jóvenes recursos de regulación emocional, las situaciones estresantes activarán aún más esas áreas del placer, orientando sus conductas hacia el uso de fuentes de gratificación intensas y rápidas como las que proporcionan el uso de sustancias, el juego o incluso la comida.
Adolescencia y neurobiología del comportamiento social
Los cambios que se producen en el sistema nervioso durante la adolescencia afectan de una manera decisiva a áreas del cerebro relacionadas con la conducta social (Galván, 2017) de un modo que, teniendo en cuenta la teoría de los periodos críticos y sensibles, puede afectar al comportamiento relacional de los/las jóvenes durante el resto de su vida.
Los estudios nos muestran que, durante esta época, la presencia de los/as amigos/as incrementa la situación de falta de regulación emocional. Cuando los/las amigos/as están presentes, la actividad de los centros de recompensa es todavía más intensa (Chein, Albert, O’Brien, Uckert, & Steinberg, 2011). Además, la sensibilidad del adolescente hacia el rechazo por sus iguales es mayor que la de niños y adultos (Sebastian et al., 2011).
Tampoco aquí el córtex prefrontal está todavía en condiciones de ayudar porque, cuando los compañeros/as están presentes, no es capaz de aumentar su actividad reguladora; más bien la mantiene, o incluso la reduce (Segalowitz et al., 2012), dejando al chico/a a merced de unos núcleos amigdalar (miedo, rabia) y Accumbens (deseo, placer) excesivamente activos. Las investigaciones muestran que en situaciones de rechazo social la actividad del córtex prefrontal de los adolescentes disminuye; mientras que en los adultos, en las mismas situaciones, esta actividad aumenta (Sebastian et al., 2011). Por tanto, a diferencia de los adultos, en los y las jóvenes ese rechazo desencadena reacciones puramente emocionales, de rabia, miedo o tristeza, impidiéndoles reflexionar sobre las reacciones ajenas, y dificultando que encuentren estrategias de afrontamiento adaptativas. No es extraño que los jóvenes sean tan sensibles a la presión social y al rechazo por parte de sus iguales.
Otra característica de las relaciones sociales del adolescente es la tendencia a actuar de un modo impulsivo y aparentemente desconsiderado. Un estudio reciente muestra que hay razones neurobiológicas para esto: cuando hay que tomar decisiones arriesgadas en situaciones sociales, los adolescentes activan menos las áreas de monitorización de la acción (giro frontal inferior, caudado) y las zonas de cognición social (giro temporal medio y superior) (Rodrigo, Padrón, de Vega, & Ferstl, 2018). La escasa monitorización de la acción conduce a conductas irreflexivas e impulsivas, que persisten a pesar de ser claramente perjudiciales; la desactivación de las conductas de cognición social dificulta que sean empáticos y que tengan en cuenta las necesidades de los demás.
¿Se entiende mejor ahora que actúen como lo han hecho a veces durante la pandemia?. Una vez más, el neurodesarrollo nos ayuda a entender el comportamiento característico de esta época de la vida en las situaciones sociales. Por razones neurobiológicas, los/las adolescentes tienen menos capacidad para resistir la presión social, ya que sus circuitos de la recompensa, ya de por sí sensibles, se activan aún más en presencia de los/las amigos/as. La situación empeora por la hipersensibilidad del adolescente al rechazo social que, en el caso del acoso escolar, puede tener consecuencias importantes para la construcción de su personalidad y el mantenimiento de la salud mental durante su vida adulta. Finalmente, el comportamiento a veces torpe e impulsivo en las relaciones, tiene que ver también con cambios neurobiológicos, con una relativa insuficiencia en el funcionamiento de las áreas que monitorizan las consecuencias sociales del comportamiento.
Durante la adolescencia se reactiva la necesidad del apego
La pubertad reactiva el neurodesarrollo y da inicio a una nueva proliferación neuronal, que afecta sobre todo a las áreas relacionadas con la regulación emocional. Inicialmente la amígdala y los circuitos de la recompensa experimentan un crecimiento y un aumento de actividad que no se acompaña de una maduración equiparable de la corteza prefrontal; por lo que la adolescencia va a estar presidida por un aumento de la reactividad emocional, unas emociones más intensas y dificultades de autocontrol. Una situación en la que el sistema nervioso vuelve a un estado similar al de los primeros meses tras el nacimiento: unos núcleos subcorticales muy activos y una corteza prefrontal aún inmadura. De ahí que debamos considerar la adolescencia como una fase en la que se reedita la necesidad del apego; en la que un sistema nervioso adulto debe hacerse de nuevo presente para proporcionar la regulación emocional que contribuya a la integración del sistema nervioso en desarrollo.
Diversas investigaciones han demostrado la gran influencia de las figuras de apego en el funcionamiento del sistema nervioso del adolescente. En una de ellas, los adolescentes que realizaban una tarea estresante en presencia de sus madres mostraban una atenuación de las respuestas cerebrales de estrés (Lee, Qu, & Telzer, 2018); la similitud en el funcionamiento cerebral era mayor entre madres e hijos cuando había una buena conexión previa entre ellos. En otro estudio, adolescentes que contemplaban en video una discusión familiar, las áreas cerebrales de mentalización del adolescente se activaban más al ver al progenitor con el que más conectados estaban (Saxbe, Del Piero, & Margolin, 2015). Finalmente, adolescentes que sufrían acoso escolar experimentaban una mayor activación de las zonas del cingulado anterior relacionadas con el dolor; pero la interacción con sus familiares atenuaba esa actividad, reduciendo el dolor del rechazo (Schriber et al., 2018).
Todos estos hallazgos dejan claro que los adolescentes vuelven a necesitar figuras de apego que, a través de una interacción sintonizada, balanceada y coherente, contribuyan a moldear la construcción de las redes neurales en esa nueva fase de proliferación y poda de las redes neurales.
Resumen y conclusiones
A veces el comportamiento de los adolescentes parece depender de una crianza permisiva, o bien de una falta de sensatez, o de su falta de sensibilidad, solidaridad o empatía. Solemos pensar que son inmaduros, que no necesitan la presencia de los adultos, o que les puede estorbar porque precisan autonomizarse y ser independientes.
Los estudios neurobiológicos nos presentan una realidad muy diferente. Los y las adolescentes no son como son porque lo hayan decidido así; ni porque les hayamos educado mal. Simplemente están atravesando por una fase del desarrollo cerebral que los deja a merced de emociones intensas y cambiantes que pueden conducirles a empresas y logros ilusionantes, o a tomar decisiones impulsivas, arriesgadas y peligrosas. Una fase en la que una nueva sucesión de proliferación y poda neuronales abre un periodo sensible de cuya evolución puede depender el estado de salud mental y física que tendrán cuando lleguen a la edad adulta.
Los cambios que experimenta su cerebro les ha hecho muy difícil soportar una situación como la que se ha vivido durante la pandemia: con una gran necesidad de gratificación (crecimiento del Accumbens), una gran predisposición a las reacciones de miedo y rabia (hiperactividad de la amígdala), y pocos mecanismos de autocontrol (enlentecimiento del desarrollo prefrontal). Y el mejor modo de ayudarles es reactivar la relación de apego.
Como hemos visto, el cerebro del adolescente vuelve a un estado parecido al que tenía al nacimiento, con una amígdala y un Accumbens hipertrofiados, y un córtex prefrontal poco presentes. Por tanto, como ocurrió tras el nacimiento, por lo que se reedita la necesidad de figuras de apego que les ayuden a transitar por ese periodo difícil y esperanzador, proporcionándoles los recursos neurales de los que carecen. Padres, madres, educadores y educadoras, terapeutas y todas las personas que rodean a los y las adolescentes debemos ser conscientes de la importancia de esta etapa, y de lo mucho que se puede modificar su trayectoria vital a través de las relaciones interpersonales. La reactivación del neurodesarrollo hace que todas las intervenciones sean mucho más potentes en este momento vital, que debemos aprovechar para reafirmar los cimientos de una vida adulta sana y feliz.
Bibliografía
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[1] La metáfora es pertinente porque los cabellos están constituidos por proteínas similares a las que conforman el citoesqueleto neuronal.
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