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IV Conversaciones sobre apego y resiliencia
infantil
Estoy leyendo el libro (con muchas páginas, pero la mar de entretenido, no se hace para nada pesado, escrito en un lenguaje nada enrevesado y con las ideas expuestas ordenada y claramente. Es un libro, no obstante, pensado para profesionales) titulado: “El tratamiento de la disociación relacionada con el trauma. Un enfoque integrador y práctico”, publicado por la Editorial Desclée de Brouwer el año pasado y escrito por Van der Hart, Steele y Boon)
Parece que nos acercamos a una segunda generación en cuanto a cómo se concibe la disociación que el trauma complejo puede generar en las personas, como defensa psicológica cuando las condiciones de vida en la que dichas personas se desarrollaron pudieron ser tan extremas para la supervivencia que la personalidad se fragmentó en partes para poder hacer frente a situaciones tan desestructurantes para la psique como los abusos sexuales, el maltrato continuado y el abandono, sobre todo en la infancia.
Partes de la personalidad (aunque hablamos de partes, los autores insisten en que son como registros que hay dentro de una persona, pero estamos y hablamos con una persona no con muchas, error en el que se puede caer arrastrado por la fascinación de los diferentes estados o identidades) llamadas emocionales que se escinden o desprenden del todo unitario con el fin de hacer frente a las amenazas. En torno a estas partes se organizan las defensas y cada una de ellas puede contener sus propios recuerdos traumáticos. Por ejemplo, si un niño experimentó carencias afectivas y físicas extremas en un contexto de vida donde trató de sobrevivir durante los cinco primeros años de vida, en la actualidad, con trece años, pese a convivir en un nuevo lugar y con unas personas que pueden satisfacer sus necesidades, ante determinados disparadores, siente un impulso irrefrenable a robar y salir huyendo, sintiendo gran excitación, pero con la cabeza en blanco. Esa parte emocional que aún no está integrada en su personalidad actúa y toma el control, durante un tiempo, de su conducta y trata de protegerse porque se activan recuerdos (implícitos incluso, de sensaciones corporales) que le ponen en alerta al sentir y neurocibir (la neurocepción es una reacción inconsciente que pone en marcha nuestro cuerpo de manera inconsciente y que nos permite valorar rápidamente cuán segura es una persona y/o situación) que se puede volver a producir la carencia. Y eso es porque las partes emocionales viven aún en el tiempo del trauma, por muchos años que hayan pasado. Están ancladas ahí. Son como una vieja gramola que contiene los mismos vinilos que ofrecen invariablemente la misma música.
Digo que me parece que asistimos a una segunda generación (sin suponer revolución creo, más bien diría que la ciencia avanza) porque han pasado once años desde la publicación en castellano del libro “El yo atormentado” (2008), de Onno Van der Hart y colaboradores, donde exponen su teoría de la disociación estructural de la personalidad (cuando todo el sistema de la personalidad se fragmenta y se divide en partes emocionales como consecuencia de un trauma complejo, para hacer frente a amenazas graves, tempranas y continuadas en el tiempo) En este mismo blog escribimos sobre este libro que nos ha ayudado a entender el contradictorio, cambiante, a veces extraño, pero siempre para sobrevivir, comportamiento de los pacientes disociados.
Tras estos once años, la renovación en cuanto a la teoría de la disociación relacionada con el trauma ha venido de la mano de este libro al que hoy me refiero, también de Van der Hart y otros (2018), donde tiene importancia comprender el sistema de partes del paciente, pero se advierte (y se agradece) que el acento esté puesto también en una relación terapéutica en torno a la cual gire la terapia. Ya no sólo es relevante lo que le pase al paciente (que también) sino el cómo, la manera en la cual nos relacionamos y lo que sucede en el marco de la terapia.
Quizá la fascinación que nos producía conceptualizar a una persona que sufre disociación traumática como si tuviera personajes hacía que pusiéramos el acento en entender y analizar cuántas partes emocionales (e incluso identidades, en los casos más severos) formaban su personalidad. ¿Puede ser que esto haya alertado a los autores y en su práctica clínica hayan llegado a la conclusión de que incidir en las partes de la personalidad conlleva el peligro de olvidarnos de que estamos con una persona, no con muchas?
Así como en “El yo atormentado” el énfasis estaba más puesto en comprender la dinámica interna de las partes emocionales de una persona, en esta ocasión tengo la impresión de que los autores, en este nuevo libro, sin renunciar a esto que sigue siendo importante, ponen el acento en los procesos. Así pues, nos dicen: “Las distintas actitudes relacionales hacia el paciente son la columna vertebral del tratamiento y constituyen en sí mismas unas intervenciones terapéuticas esenciales”
Convengo con ellos en que la relación terapéutica -o en otro ámbito relacional- es lo esencial del tratamiento, el cómo se manifieste y responda el profesional ante el dolor emocional del paciente, sus necesidades de conexión, sus demandas inesperadas, sus peticiones no previstas, lo que narran en relación a su historia, las ausencias de las sesiones, los momentos de derrumbe, cuando sienten que no somos lo suficientemente empáticos, cuando no acertamos con una técnica, cuando nos ponemos rígidos... Se creará como un tercer paciente, una entidad con vida propia, la relación: la cual hay que vivir, sentir, atender, manejar y reparar adecuadamente para que revierta en beneficio del niño, joven o adulto con el que nos vemos semana a semana.
Son muchos, infinidad, los aspectos que podemos desarrollar de este libro, todos valiosísimos. Hoy quiero referirme a un capítulo que ahonda precisamente en lo que debemos tener en cuenta a la hora de establecer la relación terapéutica con el paciente (creo que puede ser válido para otros contextos laborales, e incluso algunos elementos, para las relaciones familiares)
Los autores hablan de “El terapeuta suficientemente bueno” (parafraseando a Winnicott cuando se refiere a la “madre suficientemente buena” para su bebé) No se trata de profesionales perfectos (que no existen, como las madres tampoco) sino conscientes de su labor y de su lugar en la relación, con sus historias de vida trabajadas y en constante revisión, y con la supervisión como práctica habitual en su labor terapéutica. El terapeuta suficientemente bueno comete errores, pero es capaz de verlos y de responder adecuadamente a su paciente con el fin de poder retomar y reparar la relación, sabiendo que existe en el apego un ciclo de interacción positiva, pero también es consciente de que ese ciclo puede romperse por factores conscientes e inconscientes, dando lugar a un desencuentro e, incluso, un distanciamiento relacional que debe de contemplarse, tratarse (explicitarse) y reconducirse, pues podemos dar a nuestros pacientes lecciones relacionales que valen más que mil interpretaciones. Los autores se han dado cuenta que esto vale tanto o más que devolver, por ejemplo, al paciente una intervención psicoeducativa sobre el sistema de partes de su personalidad y acerca de por qué le ha ocurrido, y trabajar con diferentes técnicas. Adolecer como terapeuta de capacidad relacional con poder para reparar las heridas producidas por otras personas en el pasado -que precisamente les dañaron- es algo así como un cocinero que no prueba lo que cocina. Un error que conduce a que la terapia sea incompleta, no funcione, acabe prematuramente, se enquiste en un conflicto… Y en este sentido todos los terapeutas sin excepción pecan o de demasiado mucho o de demasiado poco (Van der Hart y otros, 2018) Ellos lo expresan así:
Demasiado cálidos y cercanos…
Demasiado inquisitivos en indagadores…
Demasiado directivos y rígidamente estructurados…
Demasiado expresivos emocionalmente…
TERAPEUTAS DEMASIADO
…o demasiado profesionales y distantes.
…o tan poco interesados que somos incapaces de clarificar las vivencias y experiencias del niño o el adulto.
…o demasiado entregados a seguir sus divagaciones…
…o demasiado planos y faltos de reacción
La receptividad empática, la colaboración compasiva, transmitir la sensación sentida al paciente… son innovadores enfoques terapéuticos explicados por Van der Hart y otros (2018) en este libro que sitúan a la psicoterapia, definitivamente, en el siglo XXI. El terapeuta no es alguien frío, que no se involucra, que no tiene parte en el proceso, profesional y más bien recio y un tanto alejado del problema y de la relación con el cliente. “Tienes que ser un técnico” – me decía mi profesora de modificación de conducta. Esto es un viejo paradigma mecanicista, hemos de abrirnos a los nuevos enfoques que subrayan que el cerebro es un órgano social y presto y dispuesto a entrar en relación con otros desde que nacemos.
Como dice Wallin (2012), paciente y terapeuta reflejan una espiral relacional donde ambos se inter-influencian mutuamente, donde los dos aportan. El terapeuta no es una pantalla en blanco. Tanto paciente como terapeuta van a relacionarse y en ese marco van a colarse y solaparse necesidades inconscientes de ambos, y conocimientos relacionales implícitos (recuerdos que se actúan o escenifican en el marco de la relación terapéutica) sobre cómo fueron atendidas sus propias necesidades de apego (de conexión, resonancia y empatía emocional)
Vamos a ver algunos aspectos que se abordan en el libro sobre “el terapeuta o profesional suficientemente bueno” (Van der Hart y otros, 2018) y que hemos de tener en cuenta en nuestro trabajo. Son de gran relevancia para poder hacer de la relación con el niño, joven o adulto algo terapéuticamente útil y sobre todo con poder de reparar los daños tempranos sufridos por relaciones de maltrato, abuso o abandono. Nada con más poder terapéutico -y a la vez más delicado- que una relación sana capaz de hacer experimentar a un niño o joven que los seres humanos merecen la pena y que se puede confiar en ellos y sentir, por primera vez, qué es estar en seguridad con alguien.
Porque, sobre todo, con los niños, jóvenes y adultos tenemos que ser y estar con ellos.
Cuando el sistema de apego está muy activado, los niños/adultos se concentran exclusivamente en la disponibilidad y accesibilidad del terapeuta, y son incapaces de explorar sus propias vivencias internas. Cuando el niño comunica una necesidad de apego a través de una conducta, o un adulto, en esos momentos -recordemos a Bowlby- el sistema de exploración está desactivado. Si un niño está muy preocupado por la disponibilidad de su terapeuta o educador, sus conductas (tanto de manera positiva como si son más perturbadoras) irán encaminadas a tratar de conseguirla. Esto quiere decir que si el sistema de exploración esta desactivado, tampoco el paciente puede en ese tenso momento, desde el punto de vista emocional, tener la capacidad para poder abrirse al entorno, a lo que le rodea. La capacidad de acceso al mundo interior (explorar por dentro) también está temporalmente menoscabada. No puede en esos momentos mirar a su interior y darse cuenta de su conducta o de lo que siente y piensa. No puede reflexionar. Por eso, muchos niños a través de determinadas conductas (chillar, pelearse, desatender, meterse con el compañero, robar, mentir…) están tratando de buscar la disponibilidad del adulto (sienten que no la tienen). Por eso hemos de concentrarnos en mostrar, en reflejar, que nosotros sentimos que la necesitan y si no se la podemos dar, devolvemos que sentimos que no podemos estar ahí en todo momento (sería una fantasía decirle lo contrario) Pero sí podemos transmitirles la idea de la disponibilidad (cuándo, cuánto y dónde podemos estarlo, negociadamente) y la idea de la mentalización (no estoy en todo momento presente contigo porque no puedo, pero te llevo en mi mente, y qué quiero que tengas de mi en tu mente en todo momento) Si en cambio tiramos hacia la reflexión de por qué se comporta del modo en que lo hace… no recibiremos más que silencio, negativa o airada respuesta que elude la pregunta. Las reflexiones y la exploración solo se pueden hacer cuando las necesidades de apego se satisfacen suficientemente. Así que la ciencia y la experiencia nos dice que debemos de dotar a los niños, a todos, de esa figura adulta que los acompañe adecuadamente. Las ratios deben de mejorarse en los centros de menores. Sé que lo que pido es ciencia-ficción, pero yo no voy a dejar de enarbolar la bandera de la ciencia y reclamarlo.
Las relaciones que establecemos con los niños y adultos desembocan en su terminación. Esto quiere decir que los terapeutas, educadores, acogedores temporales… vamos a comenzar una relación que aquellos saben que tiene un principio y un fin. No podemos estar toda la vida. Para quienes han sufrido innumerables rupturas a lo largo de su vida, embarcarse en una relación profesional que propone seguridad, cercanía afectiva, intimidad (cuidados, cuando se trata de padres adoptivos, educadores o acogedores…), empatía… supone algo que agrada y atrae, pero a la vez amenaza porque conduce irremediablemente al fin. Y con ese final no se vive una pérdida con emociones normales y esperables, sino un desgarro que abre las, aún en carne viva, heridas tempranas de quienes les abandonaron sin ninguna explicación, a veces. Nuestros niños y jóvenes más atrevidos nos dicen: “tú estás conmigo por dinero” “Cobras tus buenos euros y qué te importa lo que me pase a mí” “Yo me iré y después qué” “Eres un psicólogo de libro y no entiendes a los jóvenes” Es normal que piensen así. Es la fobia al apego (Vander Hart y otros, 2008) que hay que trabajar con muchas dosis de empatía y validación de la experiencia interna. Darles la oportunidad de embarcarse en una relación donde vivan -como alguna vez me ha compartido algún chico- por primera vez qué es despedirse de una manera adecuada, es algo que nunca habían vivido. Ofertar mantenerse en contacto con el terapeuta, si le necesitan, cuando acabe la terapia, lleva a su mente inconscientemente la idea tan reparadora de la disponibilidad del otro. No tanto estar en todo momento y circunstancia (una fantasía), sino esa representación interna que produce cambios en su modo de ver al otro y al mundo consistente en la disponibilidad. Esto hay que ir tratándolo en la terapia y abordándolo con mucha sensibilidad y empatía.
Los niños y adultos muy traumatizados y dañados en el apego tienen conflicto con la lejanía y cercanía afectiva. Efectivamente. A los niños, desde el primer día que los conocemos y llegan a la terapia, observamos donde se sientan. Si cerca o lejos de nosotros, con ello ya nos lanzan un primer mensaje. Otra manera de estar lejos o cerca es la intimidad emocional. No suele ser extraño que en un momento dado consigan sentirse en conexión con nosotros, sentidos, comprendidos, validados… La relación se torna estrecha y buena, sana y reparadoramente terapéutica. Nos sentimos, como profesionales, orgullosos y contentos de nuestro trabajo… Cuando inesperadamente, ese niño tiene una respuesta hacia nosotros extraña: no viene a la sesión, o se enfada con nosotros por una cosa aparente nimia, e incluso nos agrede, nos roba o miente… Parecería que, inconscientemente, temiera esa cercanía emocional buena, pero territorio desconocido para él… La desea, pero inconscientemente, hay un temor a que se repita el pasado, un nuevo abandono (rabia hacia la figura de apego que abandona, como dijo Mario Marrone en un reciente taller de apego y rabia) por lo que una parte de su personalidad reacciona para producir lejanía y distanciarse de esa relación -romperla, incluso- pues tarde o temprano será como la que vivió tempranamente y tiene registrada en su cerebro/mente (abandónica y/o maltratante) Hay una esperanza de algo bueno y distinto que se fragua y atrae a unas partes de su personalidad. Pero hay otras que contienen el trauma y los recuerdos que son más hostiles o rechazantes y hacen por romper la relación justo en ese momento en que comenzaba a ser más estrecha…
Encontrar el punto óptimo de cercanía/lejanía en la relación terapeútica es una ciencia y un arte que requiere de experiencia. Podemos ser, como terapeutas, demasiado poco o demasiado mucho. A quien se muestra más distanciante y teme la cercanía habrá que llevarle a la relación de una manera más segura para él, con objetos transicionales y respetando esta necesidad de acercarse progresivamente, entendiendo de donde viene y no tomándolo como algo personal. Van der Hart y otros (2018) nos dicen que a quienes tienen mucha más necesidad de conexión y cercanía afectiva, hemos de valorarlo como comprensible, es normal que busquen eso en un terapeuta. Nuestra labor es saber cooperar con el paciente y manejar colaborativamente esa necesidad, de tal modo que no caigamos ni en la ausencia del límite relacional (esto es malo) ni tampoco en mostrarnos estricta y fríamente profesionales y negarnos en redondo a sus peticiones (esto también es malo)
Algunas partes de la personalidad pueden buscar el apego con el profesional mientras que otras lo rechazan. Cuando les alentamos a acercarse más, otras partes aumentarán la distancia. Creo que esto es un corolario de lo anterior, o a la inversa. Pero es cierto que hay niños que tienen distintos estados de su yo, aspectos, como dice Bromberg (2011), que fueron bien confirmados por sus padres o cuidadores tempranos y otros que no. Otros aspectos fueron tan severamente desconfirmados que llegaron al nivel más grave: la negligencia afectiva, el abuso o el maltrato. Un joven abusado sexualmente a los nueve años puede tener aspectos de su personalidad relacionados con el apego seguro temprano (que vivió de bebé con sus padres cuando no fue abusado) que están cómodos a la hora de acercarse emocionalmente al terapeuta; y otros aspectos asociados al miedo y la vergüenza sentidas ante el abusador (su profesor) que, en ocasiones, le alejan de la relación terapéutica y rechaza, por ello, estar con el profesional. Se siente nervioso, activado, sudando, como al borde de un peligro… Esto es importante porque hay que trabajar y acercarse a todas las partes que hay en la persona y lograr que todas acepten determinada intervención o nivel de cercanía.
En el apego desorganizado -y en otras formas de apego, si son muy desadaptativas- al principio es mejor limitar la activación del sistema de apego y aprovechar la tendencia natural a querer cooperar. Esta aportación se debe a Cortina y Liotti, citados por Van der Hart y otros (2018) en el mencionado libro al que me estoy refiriendo (“El tratamiento de la disociación relacionada con el trauma. Un enfoque integrador y práctico”) Hace un tiempo ya hablé en otro post sobre los niños que han sufrido la terrible experiencia del apego desorganizado, por qué es tan complicado posteriormente la reparación a través de la relación. Los niños con este tipo de apego han dependido para su supervivencia de un adulto cuidador hacia el cual tenían que apegarse para sobrevivir (no hay otra), pero a la vez dicho adulto les ha maltratado o abusado. Esto es intolerable y muy difícil de asumir para la mente humana, que la misma persona a la que te apegas y dice quererte y cuidarte, te enganche en un vínculo lleno de amenazas, o abusos sexuales dentro de un contexto relacional mezclado con el afecto, la seducción temprana, la culpa, la manipulación y la confusión. En una situación así, el menor de edad, para defenderse, al no poder activar las defensas de lucha o huida, optará por la disociación que supone la temprana fragmentación de su self. Diferentes estados de su yo no integrados que ante situaciones futuras, cuando reciba cuidados, atención, cercanía afectiva… por parte de figuras adultas, activarán su sistema de apego y con él la emergencia de las memorias traumáticas que contienen el dolor, la rabia, el miedo… que activan simultáneamente las defensas (controlar las relaciones mediante la punición, la complacencia o el cuidado compulsivo o inversión de roles)
En consecuencia, inicialmente es mejor situarse en una actitud que no apele al apego sino llamar o apelar a la tendencia natural de todo ser humano a colaborar, cooperar (sistema de colaboración social) Llegaremos así a activar el apego de una manera más indirecta y más lenta y segura. Esto, no obstante, es tremendamente complicado, no resulta fácil porque estos chicos y chicas encuentran mucho sentido a sus defensas. Hemos de ser pacientes y perseverantes, y tomarnos sus conductas hacia nosotros no como algo personal.
Los niños y adolescentes expresan las necesidades de apego mediante la conducta y las reacciones corporales y emocionales. Resulta difícil estar con un adolescente que expresa sus necesidades de apego a través de la conducta, pues a menudo leemos o interpretamos esta como manifestaciones de su carácter, su mala educación, su enfado con el mundo, transgresión de límites y normas, desafíos… Pero rara vez nos preguntamos si mediante las mismas están expresando alguna necesidad. No queremos decir que los límites y las normas no sean precisos (que vaya que sí lo son), sino la manera en que nos expliquemos por qué el adolescente se comporta del modo en el que lo hace es relevante. Los niños y adolescentes, mediante determinadas conductas, nos reclaman, nos piden atención, apoyo, cercanía y comprensión también. Por ejemplo, si un joven tiene una temporada que llega tarde a casa y se mete en su cuarto y le dejamos (no nos acercamos a él ni en ese momento ni al día siguiente, o cuando sea oportuno), o sólo le castigamos o le echamos un rapapolvo, quizá nos estamos perdiendo el hecho de que con esa conducta nos comunique que algo no va bien y pida así que nos acerquemos y nos interesemos por sus sentimientos y vida en general. Esta visión es muy importante porque, aunque en la adolescencia los iguales y las parejas son las nuevas figuras a las que vincularse, siguen necesitando de los vínculos familiares y de que sus padres o adultos referentes se muestren disponibles y se ofrezcan a ser puerto seguro para ellos. Hay que aprender a leer lo que hay detrás. Y pueden ser necesidades de cercanía, conexión y apoyo emocional de la figura de apego.
Termino con una anécdota: todavía recuerdo a un grupo de jóvenes de un centro de menores que en su tiempo libre permanecían cerca del portal sin ir a ningún lado y consumían allí porros, con la consiguiente queja de los vecinos. Los educadores les castigaron sin paga, pero… no se plantearon ir más allá. Estos jóvenes estaban pidiendo a su manera que los educadores les prestaran atención, porque no tenía sentido ponerse a fumar sabiendo que allí mismo les iban a descubrir… Incluso el castigo operaba de alguna manera como forma de obtener atención. Eran chicos y chicas con baja competencia social y emocional que no sabían cómo integrarse en grupos con iguales. Se quedaban ellos allí, esperando, sin hacer nada más que evadirse de su dolor emocional fumando… Pero a lo mejor precisaban de más acompañamiento adulto y/o de un entorno social más regulado. Y ese era su modo de comunicar esa necesidad.
Cuidaros / Zaindu
REFERENCIAS
Bromberg, P. (2011) "The Shadow of the Tsunami: and the Growth of the Relational Mind". NY: Taylor and Francis Group.
Van der Hart, O. y otros (2008) "El yo atormentado". Bilbao: Desclée de Brouwer.
Van der Hart, O; Steele, K. y Boon, S. (2018) “El tratamiento de la disociación relacionada con el trauma. Un enfoque integrador y práctico” Bilbao: Desclée de Brouwer.
Wallin, D. (2012) "El apego en psicoterapia" Bilbao: Desclée de Brouwer.