Diez meses, diez firmas.
Profesional invitada en el mes de marzo de 2016:
Profesional invitada en el mes de marzo de 2016:
Cristina Herce Sellán
Tenía muy claro (desde la apertura del blog a colaboraciones de compañeros/as y colegas) que este año Cristina Herce Sellán nos visitaría para ofrecernos un artículo. Cristina también pertenece a la manada de gente buena, como dice Jorge Barudy. Hace ya muchos años que nos conocimos, ambos compartimos aquella maravillosa e inolvidable formación en Barcelona (lo que después devino en el postgrado en traumaterapia infantil-sistémica de Barudy y Dantagnan) Somos los apega 1. Y desde entonces, hemos estrechado lazos profesionales y de amistad. Cristina Herce lleva toda su vida poniendo su gran corazón e inteligencia trabajando en Protección a la Infancia (en la empresa que cofundó -Centro Lauka- con otras colegas, hace más de veinte años) en el ámbito del acogimiento familiar. Lauka (junto con la Diputación Foral de Gipuzkoa, a lo largo de todos estos años) ha conseguido que Gipuzkoa sea pionera y un ejemplo a seguir en los programas de acogimiento familiar. Pocas voces están tan autorizadas a hablarnos del tema sobre el que Cristina va a tratar a continuación: nos invita a que la sociedad avance aún más en el ámbito de la protección al menor proponiéndonos el desafío de lo que ella denomina la protección terapéutica. Toda protección debe serlo. Porque los conocimientos científicos que el auge de la neurociencia nos ha proporcionado y que Cristina Herce articula en este post tan acertadamente, nos señalan indiscutiblemente la imperiosa necesidad de proteger -y cuanto antes- terapéuticamente a la infancia maltratada. Muchísimas gracias por tu participación en Buenos tratos, Cristina.
Cristina Herce Sellán. Licenciada en Psicología por la Universidad del País Vasco. Máster de Terapia Familiar y de Pareja. Diplomatura E.P.U. sobre Asesoramiento en Materia de Adopciones por la Universidad de Valencia.1ª Promoción del Curso de especialización en Psicotrauma para la Intervención con Víctimas de Malos Tratos a la infancia impartido por Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan. Socia fundadora de Lauka Centro de Estudios e Intervenciones Psicológicas que desde 1995 desarrolla el Servicio de Apoyo Técnico al Acogimiento Familiar bajo contrato con la Diputación Foral de Gipuzkoa.
Hace 18 años Jorge Barudy escribió “El dolor invisible de la infancia”, que supuso una referencia fundamental para quienes nos sentíamos sensibilizados con la situación de la infancia en general, y de la infancia maltratada en particular. Desde entonces hasta ahora, la sociedad ha evolucionado de forma espectacular pudiendo destacarse, entre otros, los siguientes descubrimientos: vehículos de pila de combustible; robótica de última generación; procesadores neuromórficos que procesan la información imitando la arquitectura del cerebro humano; inteligencia artificial emergente, máquinas que aprenden automáticamente asimilando grandes volúmenes de información; genoma digital; impresoras en 3D, …. Sin embargo, si nos fijamos en la atención que nuestra sociedad dispensa a nuestros niños y niñas, la realidad es bien distinta y la infancia sigue siendo un colectivo invisible y con problemas poco reconocidos. En este sentido, un informe elaborado por UNICEF (“La infancia en España 2014. El valor social de la infancia: hacia un pacto de Estado por la infancia" Para descargarse el informe en PDF, haced clic aquí) nos confronta con una durísima realidad de la que pueden entresacarse a modo de ejemplo los siguientes datos: 27,5% de tasa de pobreza infantil en España; reducción constante y progresiva de la inversión en infancia, 14,6% desde 2010 (aproximadamente 772 euros por niño); elevados índices de fracaso escolar (23,1% de los alumnos acaban ESO sin obtener la titulación), y de abandono educativo temprano (el 23,5% no continúan los estudios)
Sin duda se
nos ocurren muchas razones que pueden explicar esta situación, pero tal y como se menciona en el citado
informe: “La falta de visibilidad
política y social de la infancia y su muy escasa capacidad de participación e
influencia en las decisiones políticas que les afectan, la hace un grupo social
especialmente relegado en el ejercicio de la ciudadanía democrática, a pesar de
constituir el 17,9% de la población”.
Hay numerosas
razones éticas y legales por las que las sociedades avanzadas deberían prestar
más atención a sus niños y niñas; pero además existen poderosas razones
económicas y sociales por las que merece la pena hacerlo. Invertir en la protección
a la infancia hoy reduce importantes costes sociales en el futuro: “Un Estado que se desentienda de su infancia
y una sociedad que no asuma colectivamente su papel de contribuir a la
protección y desarrollo de los niños tendrán que aceptar futuros costes
públicos y privados cada vez más altos. Los bajos niveles educativos, la desigualdad,
la pobreza y la exclusión social de la infancia presentan facturas que
revierten en el país al cabo del tiempo en forma de mayores costes sanitarios y
hospitalarios, repeticiones de curso educativo y programas de apoyo escolar,
subsidios y ayudas sociales o gastos en el sistema de justicia y penitenciario”
(informe elaborado por Unicef anteriormente citado).
En este mismo sentido, Sue Gerhardt,
psicoanalista británica que ha dedicado su vida profesional al estudio de los bebés,
en una fascinante entrevista que le hace Eduardo Punset dice que “La mejor manera de luchar contra las enfermedades mentales, contra la
delincuencia y contra la violencia en nuestras sociedades es ocuparse de los
bebés”. Son incontables las evidencias científicas que sostienen esta
afirmación y, por desgracia, son también innumerables las evidencias de la
dificultad de revertir los devastadores efectos de las vivencias traumáticas,
especialmente cuando estas se producen en la primera infancia prolongándose
después durante varios años. Sirvan como ejemplo de ello los trabajos de Van
der Kolk entre otros muchos autores. Por tanto, no se entiende bien que sigamos
dedicando la mayor parte de los esfuerzos a intervenir cuando el daño está
instaurado, en lugar de intervenir preventivamente antes, desarrollando
políticas protectoras de la crianza de los hijos e hijas en general y especialmente
de colectivos de riesgo potencial desde el mismo embarazo.
Posiblemente,
uno de los principales impedimentos para invertir en programas de prevención e
intervención temprana es que se requieren políticas aparentemente poco
rentables, con un elevado coste inmediato en aras a lograr un beneficio futuro
difícil de vislumbrar.
Además, existen
otros factores que han contribuido a mantener estrategias de intervención
tardía. Mencionaré algunos de ellos.
En primer
lugar, en la década de los 70 en EEUU surgieron los primeros movimientos que
denunciaban el elevado daño que se infligía a los niños y niñas que eran
separados de sus familias y ubicados en diferentes emplazamientos temporales y
cambiantes (Historical evolution of Child Welfare Services. Mc. Gowan, B.).
Como consecuencia de ello fueron
apareciendo numerosos autores que defendían la necesidad de desarrollar planes
estables para estos niños y niñas (“permanency
planning”) y prácticas orientadas a ayudar a las familias con dificultades
a cuidar adecuadamente de sus hijos con programas específicos que se integraban
en un movimiento que tuvo mucha difusión y que defendía la preservación de la
familia (“family preservation”). Esta perspectiva sigue siendo válida hoy en
día, pero no debemos ampararnos en ella para primar, por encima de la necesidad y el derecho de los
niños a ser protegidos, el mantenimiento del vínculo biológico entre
progenitores e hijos sin cuestionar su
calidad.
Paralelamente,
el ordenamiento jurídico existente
hasta hace pocos años concedía un valor primordial a los derechos de los
padres/madres biológicos sobre sus hijos e hijas, infravalorando las
necesidades infantiles y el efecto de posponer o negar la cobertura de las mismas,
en espera de lograr una potencial capacitación de los padres.
Otro factor
importante a tener en cuenta ha sido la visión
adultista de la infancia que se ha mantenido hasta hace pocos años -
todavía hoy impera en muchos contextos-, y que ha promovido el desarrollo de
estructuras sociales y procedimientos adaptados a las necesidades de los
adultos, ignorando la especial idiosincrasia de la infancia. En el marco
legislativo, recientemente ha habido una importante reforma de la ley del menor
en nuestro país que ha modificado sustancialmente la concepción de las personas
menores de edad introduciendo importantes mejoras como su reconocimiento como
ciudadanos y, por tanto, como personas con derechos y obligaciones, y el
establecimiento de “el interés superior
del menor” como referencia principal en la toma de cualquier decisión en la
que se vean afectados (https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2015-8470; https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2015-8222).
Por último,
me gustaría referirme a otro factor que considero que ha tenido también una
influencia decisiva en preservar estas actitudes, como es el mantenimiento de
una visión de la Protección Infantil como
una disciplina eminentemente socioeducativa y psicológica, minimizando o
negando el hecho de que somos seres biológicos y que mente y cuerpo están
intrínsecamente interrelacionados.
Afortunadamente,
frente a estos factores, estamos
asistiendo actualmente a un cambio profundo que nos obliga a entender la
infancia desde una perspectiva integradora en la que convivan las aportaciones
de los conocimientos procedentes del campo psico-social, educativo y médico. En
este sentido, para poder avanzar la protección infantil debe integrar en el
desarrollo de sus programas de intervención los avances en neurociencia.
En esta área
del conocimiento asistimos a una auténtica revolución que amplia notablemente
nuestro conocimiento del desarrollo infantil. Hoy día parece obvio que los dos
primeros años de vida de las niñas y los niños son claves para su desarrollo.
Lo novedoso es que actualmente estamos en condiciones de argumentarlo con
evidencias científicas que vinculan el desarrollo del cerebro con procesos
biológicos, con el establecimiento del vínculo de apego y con el efecto de la
interacción del niño con el adulto en esa época de la vida. Nuestro sistema
nervioso es el mediador inicial entre las circunstancias ambientales y nuestros
estados internos. Del establecimiento de una relación de apego seguro durante
los primeros años de vida va a depender no sólo el funcionamiento mental del
adulto, sino también su salud general. Numerosos estudios relacionan las
experiencias de abuso y negligencia en la infancia con problemas psiquiátricos
y padecimientos físicos como la obesidad, la diabetes, la hipertensión y
enfermedades autoinmunes. Además el neurodesarrollo sigue una programación
genética que no va a esperar por nosotros, obligándonos a proporcionar al niño o a la niña los cuidados
adecuados en cada fase a riesgo de causar un daño cerebral que en algunos casos
puede ser irreparable.
Todo este
conocimientos nos obliga a realizar un profundo análisis de las intervenciones
que llevamos a cabo con los niños y niñas, especialmente con los que han estado
expuestos a situaciones de desprotección de diferente gravedad. Tradicionalmente,
desde esa posición adultista a la que me he referido anteriormente, hemos
desarrollado muchas líneas de actuación en protección infantil dirigidas a
proteger los derechos de los padres y madres sobre sus hijos e hijas. Así, en coherencia con un sistema
legal muy garante de los derechos de los adultos, con más frecuencia de la
deseable se ha priorizado el mantenimiento de los lazos biológicos por encima
de las necesidades de los niños y niñas que han sido relegadas a un segundo
lugar. Lo que la neurociencia nos muestra actualmente es que en los dos primeros años de vida el cerebro
del bebé dobla su tamaño, y que es el momento ideal para la adquisición de las
competencias que mejor correlacionan con una buena salud física y psicológica a
corto y largo plazo. Asimismo, sabemos que determinadas competencias y
procesos pueden quedar seriamente dañados en esta fase de le vida de un modo
que puede ser definitivo.
Desde mi
experiencia profesional de muchos años trabajando en el acogimiento familiar y
en la post-adopción he sido testigo directo del tremendo esfuerzo que muchos
niños y niñas, y las familias que los
han acogido o adoptado, han realizado
para tratar de revertir las duras consecuencias de graves experiencias de
desprotección previas convirtiéndose en admirables ejemplos de resiliencia. Las
familias acogedoras y adoptivas se enfrentan al difícil reto de desarrollar una
“crianza terapéutica”, que describe de forma tan magistral Jose Luis en su
último libro “Vincúlate” y que, como hemos comentado en no pocas ocasiones, quizá
debería haberse titulado “Vincúlate…, si puedes”. En este sentido, la crianza
terapéutica es claramente un objetivo fundamental de la parentalidad social
pero, ni está al alcance de todas las familias - por las competencias que
requiere-, ni tampoco de todos los niños y niñas; depende de muchas variables:
impacto del trauma previo, resiliencia primaria y secundaria, neurodesarrollo,
etc.
Si
conectamos este aspecto con la importancia de invertir en infancia para ahorrar
gran sufrimiento y costes económicos a la sociedad, parece claro que, además de
desarrollar crianzas terapéuticas, deberíamos promover una “protección terapéutica” en la que el
marco referencial de los profesionales debería ser la cobertura suficiente (no ya
ideal) de las necesidades de los niños y niñas con los que trabajamos; bien sea
en su familia, o si esto no es posible, en una familia alternativa con
competencias y habilidades suficientes.
Creo sinceramente que el actual marco social, científico y legal, no
solo lo permite, sino que nos lo está exigiendo..