Hace unas semanas hablábamos de la teoría de Peter Fonagy,
un autor que desde el psicoanálisis ha revolucionado la teoría del apego al
estudiar la misma desde el concepto de la función reflexiva. Veíamos cómo un
apego seguro se gesta fundamentalmente si los cuidadores son competentes en la
tarea de poder reflejar las emociones del niño sin invadirlas. Los padres que
ejecutan esta función adecuadamente (1) entienden las causas que generan la
angustia y los estados internos intolerables del niño;(2) pueden afrontar esa
angustia y aliviarla en el menor y (3) reflejan la misma como reflejos de la
experiencia emocional del niño y no de los adultos. Así el infante adquiere
progresivamente la noción de que su mundo interno es distinto de la realidad
externa. Y adquiere la noción de que existe una mente independiente separada
con intenciones, deseos, emociones… (Wallin, 2012)
¿Qué sucede cuando los progenitores no son competentes e
invaden con sus emociones tóxicas a los niños, en particular a los bebés? El niño se puede sentir superado por la naturaleza contagiosa de su
angustia porque su malestar suscita una emoción idéntica en los progenitores.
Entonces, como dice Winnicot, un espejo sirve para mirar pero no para mirarse.
No hay reflejo contingente que diferencie al niño y éste queda envuelto en un
marasmo, torbellino de emociones muy negativas que además, no se regulan. Con
lo cual crecerá con las mismas y sin poder gestionarlas. La experiencia interna
del niño se corresponde siempre con la externa, y no parece haber salida. (Wallin, 2012) Se
sientan entonces, las bases de un apego desorganizado que en un futuro tiene
muchas probabilidades de derivar en un trastorno límite de la personalidad. Las
personas límite son impulsivas, emocionalmente inestables, con dificultades
para regular y gestionar sus estados internos, con un miedo terrible a un
abandono real o imaginario, sufren cambios en su autoimagen y presentan estados
disociativos, conducta agresiva y auto-agresiva.
Pongamos un ejemplo real: Peter es un niño que creció en un entorno familiar
caracterizado por una relación violenta entre sus padres. La madre presentaba
una esquizofrenia y tendencia límite, sin capacidad para la función reflexiva. Invadía al niño con sus estados emocionales,
no sintonizaba con él y las respuestas afectivas que ella le devolvía, al malinterpretar
sus conductas, eran hostiles. Si el niño se encontraba incómodo y lloraba y se irritaba
porque no le habían cambiado los pañales, la madre no reflejaba este estado con
suavidad y cariño sino que literalmente su respuesta era de ira y agresión
verbal hacia el niño, violentándole. El menor se desarrolló en esta relación de apego tóxica
que hizo que su mente pensara que su realidad interna se correspondiera siempre
con la externa: al tratarle mal su madre creció pensando que era malo. Su
padre, al mismo tiempo, le pegaba, le gritaba y le miraba constantemente para
ver qué hacia. Las conductas típicas infantiles de juego o de probar los
límites, propias de los dos años, o de comienzo de la autonomía y la
autoafirmación, las interpretaba como desafíos y pensaba que su hijo era un
malo desobediente. Por ello, Peter encontró en el padre otra experiencia
invasiva de maltrato con emociones tóxicas y su incipiente yo no pudo
interpretar la experiencia sino que la experiencia le ocurría. La experiencia y
él (mundo externo e interno) eran lo mismo, estaban en modo de equivalencia,
como lo denomina Fonagy (Wallin, 2012)
Por lo tanto, la tarea de los padres (biológicos y no
biológicos, pero especialmente de los padres que tienen hijos a su cargo que
han podido vivir situaciones crónicas de abandono o malos tratos y el niño no
ha podido reconstruir la experiencia) lenta y ardua pero fundamental cara al
futuro y a la prevención de patología límite o cualquier otra forma de
personalidad desadaptada, es la de tratar de que el niño aprenda paulatinamente
a que su experiencia externa no es la interna. Reflejar sus emociones con
cariño y suavidad, aprender a calmarle ante cualquier conflicto (que desata sus
emociones e impulsos sumamente desregulados), ayudarle a pensar sobre lo que
siente y a sentir sobre lo que piensa. Además, es de vital importancia que le
enseñemos y reforcemos en la idea de que vivió una experiencia de malos tratos
en la que fue la víctima y que él no mereció eso, esto es, le aportemos una
narrativa que le permita verse como alguien digno de ser amado, respetado y con
cualidades. De este modo la reconstrucción de su historia favorecerá también la
regulación de las emociones y contribuirá a que vaya diferenciando entre el mundo interno y externo. Así
ya no anticipará que le van a “tratar mal” (estos niños así lo creen porque confunden sus creencias con los hechos de la realidad, y van a muchos contextos
de vida como el colegio, los deportes, los amigos… anticipando esto y pensando
que lo que piensan -lo interno- es lo que pasa -lo externo-) y sus conductas de
susceptibilidad a los otros, ira y hostilidad mejorarán notablemente. Pero es
un proceso que lleva su tiempo y que requiere de nosotros de paciencia,
perseverancia y tranquilidad.
REFERENCIAS:
WALLIN, D. (2012) El apego en psicoterapia. Bilbao: Desclée de Brouwer.
REFERENCIAS:
WALLIN, D. (2012) El apego en psicoterapia. Bilbao: Desclée de Brouwer.
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