Quiero poner el énfasis en un tema que me preocupa, pues lo considero de vital importancia en nuestra tarea educativa y de tratamiento con los niños. Hoy me refiero (aunque lo que expongo es válido y necesario para todos los niños) especialmente a los adoptados y acogidos, a todos aquellos (de esta población) que han sufrido un trauma, tanto en la etapa verbal de sus vidas (desde la aparición del lenguaje y el desarrollo de la memoria episódica, esto es, a partir de los dos años y medio-tres) como en la preverbal (entre los cero y los dos años y medio)
Viendo las historias de los niños que provienen de adopción internacional es habitual encontrarse (por desgracia) con un menor que ha sufrido separación de las figuras parentales e ingreso en un centro de acogida (no me gusta el nombre de orfanato) y, posteriormente, algunos han podido padecer, nuevamente, abandono físico y emocional (en distinto grado de severidad) e, incluso, maltrato físico y emocional. Hay casos en los que los niños permanecen ingresados en el centro hasta los dos años, tres, cuatro. Y los hay que prolongan su estancia incluso hasta los siete, los ocho, los nueve años… Y también he conocido niños que han permanecido en su familia de origen padeciendo una situación de abandono y/o maltrato físico y emocional (no detectada o ignorada) hasta muy entrada la segunda infancia (los nueve o diez años) Todo esto es muy doloroso.
Estos niños (creo que el día a día nos hace olvidarlo o soslayarlo, no lo tenemos demasiado presente por ese afán de normalizar. Pero normalizar, como veremos, no quiere decir descuidar pautas de actuación indispensables para favorecer que los niños adoptados o acogidos sanen del daño emocional que sufren, que es como un tormento que no acaba) son unos auténticos héroes y supervivientes que han tenido que ponerse determinados “trajes” (no sé si visteis no hace mucho, en un suplemento dominical, cómo los reptiles hacen la muda de su piel; se veían unas maravillosas e impactantes fotografías en las que estos animales dejaban su antigua piel –se observaba cómo quedaba el caparazón fuera, como un esqueleto o funda envolvente- y desarrollaban una nueva. Así les sucede a estos chicos y chicas) para hacer frente a tanto horror. Sí, horror, como suena, sin ambages. En la terapia (reuniendo gran valor y coraje y con el soporte y el apoyo del terapeuta que actúa como fuente de confianza y regulación emocional) me han relatado vivencias espeluznantes: castigos físicos, palizas, violencia doméstica, soledad, aislamiento, padecer hambre (pensemos nosotros cuando nos quedamos sin comer por trabajo u otros motivos y tenemos hambre: hasta se nos cambia el humor; pues imaginémonos a un niño soportando el agujero físico y emocional de pasar auténtica hambre y privaciones), falta de comunicación sintonizada con un adulto, sensaciones de inseguridad y miedo a las amenazas, frío, calor excesivo, insultos y vejaciones hacia su persona, ser testigo de la muerte de sus seres queridos… Y no quiero seguir, completadlo vosotros. Nos estremecemos al leerlo y sentirlo (nuestras neuronas espejo se están activando y empatizan con el dolor que estos niños han sufrido) Pero como veremos, raras veces la transmitimos y devolvemos que sentimos lo que han sentido.
Al llegar a la familia, su cerebro aún vive la amenaza. Tienen la sensación de que el pasado es presente. Eso es el trauma. Es necesario entender que tenemos un cerebro triuno: el cerebro reptiliano (preparado para responder a la amenaza con ataque y huida); el cerebro límbico (sede de las emociones, en cuyo núcleo reside la amígdala, un órgano que es como una almendrita, donde está la memoria emocional, registra las sensaciones de miedo, ira, activación… Un órgano que puede estar hiperexcitado como consecuencia del trauma) y el córtex (donde radica el pensamiento racional y las decisiones planeadas) Los niños que han vivido amenazas a la seguridad durante mucho tiempo tienen el cerebro reptiliano súper desarrollado. Cuando llegan al contexto familiar de buen trato, deben de ir re-educando esas respuestas. Pero es normal que sean como “depredadores” cuando perciben una amenaza. Necesitaron esto para sobrevivir. Me parece muy útil explicárselo a los niños para que entiendan sus reacciones. Esta idea, de la psicóloga del Centro Vitaliza de Pamplona, Cristina Cortés, experta en trauma, psicoterapia y terapeuta EMDR, me encanta. A todos/as los que residáis por esta zona os la recomiendo como psicóloga y psicoterapeuta (excelente) para trabajar con niños y adolescentes adoptados y/o acogidos.
En consecuencia, los niños no han tenido (o las han tenido escasamente, o de manera insuficiente) oportunidades de tener una persona a su lado que acompañe, calme, tranquilice, nutra física y emocionalmente, contenga y haga una función reflexiva. No han podido experimentar de una manera suficiente la experiencia (¡tan reconfortante!, pensad por un momento en lo bien que os sentís cuando sentís que una persona significativa os siente; perdonad el juego de palabras, pero es necesario hacerlo para comprenderlo) de sentirse sentidos, como dice Siegel (2007). Y cuando el trauma es preverbal (esto es, el niño o la niña son bebés, no han desarrollado el lenguaje verbal y las experiencias traumáticas se codifican en la memoria emocional, o sea, a nivel sensorial, emocional; a nivel de piel, de cuerpo. Recordemos las palabras del maestro Van der Kolk: “el cuerpo lo registra todo” Tanto de adultos como de niños como de bebés. Pero cuando somos bebés la sensibilidad y vulnerabilidad son mayores y no hay palabras que expliquen y narren. Y así estos niños saben que se sienten mal pero no han pensado que la impronta emocional pudo grabarse cuando eran bebés y sufrieron un intenso estrés. El autor Bollas lo llama “lo sabido impensado”. Genial frase) la ausencia de la función reflexiva y de una persona que le sienta influyen para que el niño crezca con esa sensación de que nadie se ha puesto en sus zapatos, en su piel. En todo momento de la vida pero muy especialmente en las etapas preverbales, es vital sentir al cuidador en tu piel, sintonizando emocionalmente, para interiorizar la calma interna, el equilibrio, el orden mental, la seguridad, el límite… El cuidador, como ya hemos dicho en otras entradas, se convierte en el regulador emocional y del sistema de respuesta psicofisiológico del individuo desde la más temprana edad.
¿Y qué es lo que me preocupa, pues con esta frase he abierto este artículo? Que los padres, familias adoptivas y de acogida, los profesores, los profesionales… por lo menos con los que yo trato, usan escasamente la empatía. Los padres no adoptivos también. Pero me centro en los padres y familias adoptivas porque el uso de la empatía, aún siendo necesario con todas las personas, es extremadamente fundamental con los niños traumatizados. Si no utilizamos la empatía, es como no darles de comer o proporcionarles una alimentación insuficiente. Las necesidades emocionales son tan importantes como las físicas. No olvidemos que los niños que el psicólogo Spitz observó que residían en centros de acogida (muy bien alimentados físicamente pero con traumas de separación y con ausencia total de contacto y comunicación emocional humana) desarrollaban todo tipo de alteraciones físicas y mentales e incluso llegaban a morir. Su libro “El primer año de vida” es un clásico (un libro de los años 50) que leíamos en la Facultad los que ya peinamos canas.
Estimo (quizá tenga un sesgo, si estoy equivocado, decídmelo) que la empatía es usada escasamente con el niño por parte de toda la red social que le rodea. Obsesionados con el límite, la norma, el funcionar, el día a día, el rendir escolarmente, el adaptarse… tiramos mucho de bronca, norma y sanción. Pero no nos paramos a reflexionar con el niño y, ni mucho menos, les transmitimos que sentimos lo que sienten. Si –por poner un ejemplo- traen una nota de la profesora diciendo que han mentido y que no han entregado los deberes, nos enfadamos y les reñimos. Pero no vamos a su sentir y a empatizar diciendo: “quizá sentías miedo de defraudarnos o de que no te queramos si comprobamos que nos mientes; tranquilo, nos podremos enfadar y discutiremos pero siempre estaré contigo porque mi cariño y aceptación hacia tu persona es lo primero” “Si eso ya lo saben” – dicen algunos padres. “Pues no sé yo si están tan seguros de eso...” – les respondo. “Vosotros, decídselo” – insisto.
La empatía es como alimentarles, como llevarles al médico o cualquier otra atención que consideréis necesaria e imprescindible para vuestro hijo/a. Es muy necesaria para calmarles cuando tienen ataques de ira (“mucho habrás sufrido para responder con tanta rabia”), para que sientan que les apoyamos cuando no hacen amigos, son rechazados, repiten curso, hablan y preguntan sobre su historia de vida, etc. No lo olvidemos: nadie estuvo allí cuando vivieron el dolor del abandono y del maltrato. Nadie se puso en su piel. ¿Cómo nos sentimos nosotros cuando nadie se pone en nuestra piel? ¿Cómo te sientes tú, padre, madre, profesor, profesora, educador, educadora…?
Y con ello no quiero decir que el límite (el límite no sólo es asegurarse que el niño interioriza la norma, obedece y no “nos torea”, acepta la autoridad y no llegue a convertirse, el día de mañana, en alguien antisocial; el límite también es una estructura diaria de funcionamiento y relación donde se ha explicitado, de una manera predecible, coherente y consistente, qué se puede hacer y no hacer, los horarios, el orden… Y para esto es necesaria la presencia de los cuidadores que enseñen y acompañen a los niños hasta que puedan hacerlo solos) no sea necesario o menos importante. No. Sólo quiero decir que con el límite por sí solo, no basta. Y muchos padres le dan una importancia desmesurada al límite y muy poca a la empatía.
Wallin (2012) nos dice que con los niños que tienen trauma no resuelto (que son normalmente los niños más dañados, inestables emocionalmente y con problemas de conducta) el camino es el límite y la empatía. El cómo hacerlo es algo que hay que aprender porque no es fácil. Los padres y las familias que no puedan o sepan, deben de recurrir a los profesionales, las asociaciones… Trabajar la empatía desde la infancia (con paciencia, constancia y tranquilidad) pone los ingredientes para que en el futuro, en el interior de un adulto, no siga habitando un niño herido con el que nadie nunca empatizó.
REFERENCIAS:
SIEGEL, D. La mente en desarrollo. Bilbao: Desclée de Brouwer
WALLIN, D.J. El apego en psicoterapia. Bilbao: Desclée de Brouwer.