Aunque es una entrada más orientada a profesionales, los padres y las familias a buen seguro vais a encontrar también un buen número de pautas y
sugerencias para aplicar con vuestros hijos/as acogidos/as o adoptados/as.
Juan -nombre inventado- llegó a mi consulta y literalmente,
la invadió. Yo traté de sentarle y de explicarle qué íbamos a hacer, pero
recuerdo que me interrumpía, se levantaba, cogía los juguetes, me hacía bromas
con los mismos y me decía que me callara. Accedí a jugar con él pero iba de
juego en juego, de actividad en actividad y no permanecía en ninguna. Decidí
seguirle. Se levantaba del suelo de la
zona de juegos de la sala de terapia y tocaba las cosas de la mesa. Si yo le indicaba que dejara los objetos y que era necesario,
para ayudarle, que me respondiera a algunas preguntas que le tenía que hacer
para conocerle mejor o que, si prefería, jugáramos, no me hacía ni caso y volvía a hacer lo que sabía me
molestaba: tocar las cosas. Y hacía eso en respuesta a un terapeuta inseguro que no
sabía estructurarle. Era la manera que tenía él de mostrar su inseguridad y probablemente la que yo le transmitía.
Cada día que volvía a la sesión de psicoterapia, se dedicaba
a sacar y explorar todos los juguetes y, en ocasiones, se descontrolaba
emocionalmente y gritaba lanzando los peluches, tirando con una fuerza
increíble los coches de juguete para romperlos. O se revolcaba por el suelo, chillando, cuando le decía que lanzara más suave los coches porque se podían romper. O, de nuevo, iba a tocar los objetos de la mesa que no podía coger. Se encontraba en un estado de gran agitación psicomotriz como consecuencia del sufrimiento por los malos tratos y también como respuesta a un terapeuta que no sabía contener esas conductas.
Pero hubo algo que hice con sentido común: jamás le dije que
si se comportaba así no volvía a la sesión. Le aceptaba como persona aunque no
me gustaran sus conductas (algo que como terapeutas, padres y educadores nos cuesta mucho, reconozcámoslo, con niños hiperactivados y desafiantes) Y tras reflexionarlo –pues era yo el que fallaba al
vacilar y no seguir una línea metodológica clara y al sentirme desbordado por sus
conductas o usar técnicas inadecuadas-, le propuse –con una intuición que
después mi supervisora de casos me ratificó como lo más acertado en la
metodología de psicoterapia con estos niños- que una parte de la sesión
hacíamos o jugábamos a lo que él propusiera y otra hacíamos lo que yo le indicara.
Le di estructura, que es lo que necesitaba. Y también decidí mostrar firmeza en
mis actuaciones, dos aspectos que son muy importantes en niños con apego
desorganizado, como Juan. Y también adapté las preguntas –no las podía hacer
como con otros niños, preguntándoles con lápiz y papel, ambos sentados-
necesarias para las entrevistas de evaluación exponiéndoselas con dibujos o muñecos. Y
así comenzó a funcionar mejor y a sentirse contenido por mí. De este error,
como de muchos otros, aprendí. Pero creo que intuitivamente acerté con dos aspectos -que luego confirmé en la formación que seguí en el Diplomado- que se revelan como fundamentales: saber ser empático y aceptar a la persona del niño; y
tratar de corregir las transgresiones de los límites del espacio de la terapia
con respeto y amabilidad pero con firmeza. De alguna manera, comencé, en la
medida en que recibía niños nuevos, a ayudarles a predecir. Desde el principio, les dejaba
claro qué se podía y qué no se podía hacer en la sala de la terapia. Lo que
hacía era estructurar el espacio/tiempo de la terapia, fundamental con los
niños con trastornos del apego. Tiempo después, la formación que hice me
ratificó en esto y me aportó numerosas herramientas, desconocidas para mí, que
me ayudaron a mejorar notablemente mi práctica clínica.
Me di cuenta que necesitaba formación específica para trabajar con estos niños. Fui de formación en formación –tampoco
existía por aquel entonces nada específico para niños víctimas de malos tratos- y aprendí bastante
de psicoterapia infantil. Conocimientos que apliqué y que me dieron un
resultado bastante positivo, en especial la psicoterapia basada en el juego
desde el modelo humanista adaptado por Virginia Axline pero con más
directividad. Pero no encontré un modelo de psicoterapia adaptado al
sufrimiento infantil por los malos tratos hasta que cursé el Diplomado de
psicoterapeuta infantil en el IFIV de Jorge Barudy y Maryorie Dantagnan, en Barcelona, como ya he contado otras veces en este blog. Y allí fue donde descubrí –entre otras muchas cosas muy útiles-
el modelo del apego aplicado a la psicoterapia. A partir de aquí
comencé a ser todavía muchísimo más eficaz y a obtener mejores resultados en la
psicoterapia con los niños. No puedo dejar de recomendar esta formación para todos/as los/as psicólogos/as que deseen trabajar con niños que tengan trastornos en la vinculación.
La psicoterapia para los niños víctimas de malos tratos que presentan trastornos del vínculo de apego debe
de comprender el conocimiento previo de su perfil de apego. Cualquier enfoque
psicoterapéutico –en el tratamiento lo más adecuado es un enfoque ecléctico que
combine intervenciones en base a algunas técnicas cognitivo-conductuales; técnicas
psicodinámicas que ayuden al niño a hacerle consciente de cuál es su modelo
interno de trabajo en relación al apego; técnicas gestálticas que le permitan
hacerse consciente de sus sentimientos y de lo que vive; técnicas humanistas
que rescaten el potencial y los recursos internos, sus fortalezas; junto con
técnicas narrativas diseñadas para la elaboración de su historia de vida, que le permitan
encontrar un sentido y significado a lo ocurrido y que rescaten su potencial
resiliente- debe basarse, primero, en
cómo ese niño va a vincularse con el profesional que le trata. El niño tiene un
trastorno del apego, una manera de vincularse disfuncional que está
representaba y codificada en su memoria en base a numerosas interacciones con sus
cuidadores principales. Ese patrón relacional proveniente de estas experiencias
tempranas con los cuidadores lo va a traer a la sesión y lo va a mostrar y a
transferir a la relación terapéutica.
Una vez que el terapeuta detecta cuál es el estilo o
trastorno vincular que el niño presenta, actuará con él de una manera u otra. Y
si el niño proviene de una experiencia de malos tratos (peor cuanto más
prolongada y dura haya sido; y también peor si el daño que ha sufrido por los
malos tratos se ha producido entre los 0 y los 3 años, periodo clave para el
desarrollo y la constitución cerebrales, pues los patrones de actuación de los
padres los incorpora el niño y se engranan con fuerza en su cerebro/mente) la
probabilidad de que presente un vínculo de apego alterado es muy alta. No es sólo el que esto provoque directamente (como causa-efecto) estas alteraciones, pues hay niños que no las presentan por muy dura que haya sido su historia. Como ya escribí en otra entrada, los fallos en la función reflexiva del cuidador con el niño son responsables de estas alteraciones vinculares. Y el hecho de que no se hayan reparado posteriormente es lo que también condiciona que se mantengan en el tiempo. Un trabajo a realizar, importantísimo (hablaré próximamente de ello) por parte de padres y profesionales es la reflexión sobre lo que el niño piensa y siente en relación a su historia y relaciones pasadas. Porque su historia no se puede cambiar pero sí la actitud del paciente ante la misma. Eso es lo que a la larga contribuye, creo, a fomentar un proceso resiliente.
El niño –no olvidemos que el vínculo de apego es vital para poder adaptarse y sobrevivir- ha tenido que adaptarse a las pautas de interacción que el adulto haya establecido como la nota dominante a lo largo de numerosas interacciones. Y ya hemos visto en otras entradas que el niño puede responder a un perfil predominantemente evitativo (su estrategia con el terapeuta será, por lo tanto, de minimizar la proximidad física y emocional con éste); fundamentalmente ansioso-ambivalente (su estrategia relacional consistirá en atraer la atención del terapeuta hacia sí mismo, hacer hiperdemandas y mostrarse muy cambiante a nivel de afectos y emociones); o marcadamente desorganizado (el más grave, pues es un niño que no tiene una estrategia clara, una coherencia en sus pautas. Revelan que no hay coherencia en su mente: ora se muestra evitativo, ora maximiza la tendencia o la búsqueda de proximidad hacia el terapeuta; además de mostrar gran inestabilidad emocional, tendencia a estados disociativos y conducta agresiva o punitivo/controladora)
El niño –no olvidemos que el vínculo de apego es vital para poder adaptarse y sobrevivir- ha tenido que adaptarse a las pautas de interacción que el adulto haya establecido como la nota dominante a lo largo de numerosas interacciones. Y ya hemos visto en otras entradas que el niño puede responder a un perfil predominantemente evitativo (su estrategia con el terapeuta será, por lo tanto, de minimizar la proximidad física y emocional con éste); fundamentalmente ansioso-ambivalente (su estrategia relacional consistirá en atraer la atención del terapeuta hacia sí mismo, hacer hiperdemandas y mostrarse muy cambiante a nivel de afectos y emociones); o marcadamente desorganizado (el más grave, pues es un niño que no tiene una estrategia clara, una coherencia en sus pautas. Revelan que no hay coherencia en su mente: ora se muestra evitativo, ora maximiza la tendencia o la búsqueda de proximidad hacia el terapeuta; además de mostrar gran inestabilidad emocional, tendencia a estados disociativos y conducta agresiva o punitivo/controladora)
Por todo ello, una psicoterapia que quiera y pretenda ser
eficaz y ayudar al niño debe de incorporar el conocimiento del patrón o trastorno
de apego que el niño presente. Con el fin de que el psicoterapeuta pueda ayudar
a hacer una evaluación y una intervención psicoterapéutica que tenga como
finalidad principal trabajar desde la relación terapéutica, y a través de las
técnicas, el que el niño se haga consciente de su modelo interno de trabajo
(esto es, cada niño se representará a los otros de una
determinada manera. Estas representaciones se gestaron e interiorizaron en la
relación primaria con los padres o cuidadores y se mantienen bastante estables
en el tiempo, aunque pueden cambiar, y le sirven al niño como guía, como
anticipación y expectativa sobre cómo se comportará el terapeuta -y los demás-
con él) evitativo, ansioso-ambivalente o desorganizado para que poco a poco desarrolle un nuevo modelo interno alternativo que desconfirme el que trae el
niño alterado como consecuencia de los malos tratos. He aquí como se va
produciendo el paso de un modelo interno inseguro a uno seguro: el niño tiene
que vivir una experiencia relacional que desconfirme, que desmonte la
expectativa negativa que él tiene representada en su mente. Es un trabajo arduo y continuo en el tiempo.
Por eso es fundamental una psicoterapia que recoja las
aportaciones de la teoría del apego, pues si no se conoce qué es el apego y
cómo se puede alterar tempranamente el psicoterapeuta corre el riesgo –voy a
poner unos ejemplos- de que el niño no confíe en lo que éste le proponga; o
tema que le pueda agredir o gritar, como le ocurrió con sus padres o cuidadores; o tenga
miedo de que le pueda abandonar en cuanto no regule sus emociones –desreguladas
como consecuencia de los malos tratos- y actúe impulsivamente, comportándose
mal en la consulta. Si además, el psicoterapeuta, desbordado, le dice al niño que si sigue
comportándose de ese modo no puede volver a las sesiones o hasta que no cambie
su actitud (los niños evitativos, por
ejemplo, son poco hábiles con el lenguaje emocional y pueden contestar de
manera seca o desdeñosa a las preguntas sobre, por ejemplo sus síntomas,
negándolos o diciendo que todo va bien) mejor que no venga, lo que está
haciendo es reforzar los esquemas mentales internos en los que el niño ha
guardado a fuego que el adulto abandona. Está confirmando sus esquemas de apego
tempranos en los cuales sintió un gran estrés ante el abandono que sufrió de
bebé. El objetivo debe ser segurizar y regular al niño antes de hacer ningún otro trabajo terapéutico con él; y después ayudarle a comprender de
dónde provienen esas actitudes y conductas.
Finalmente, las técnicas de terapia no creo van a funcionar tan bien hasta
que la relación terapéutica esté sólidamente constituida y el niño haya
desarrollado la expectativa de que con el terapeuta puede sentir el fundamento
seguro que con sus padres no pudo vivir. Para conseguirlo, el terapeuta deberá
de mostrar las habilidades que los padres o cuidadores tempranos del niño no
tuvieron: la disponibilidad, la empatía, la coherencia y la consistencia.
Me ha encantado, pues habla desde la experiencia y es muy ilustrativo sobre cómo "re-construir" en el espacio seguro de la relación terapéutica un modo de relación que pueda extenderse. Gracias por la generosidad con la que compartes, pues los que estamos aun enformación, nos alimentamos.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, sobre todo las habilidades que debe presentar el terapeuta para que los objetivos de la terapia se puedan lograr y mas con estos ninos que se hace mas difícil.
ResponderEliminargracias por compartir su experiencia
20 de mayo de 2012